El tiempo es la mercancía que el hombre no posee ni domina, es toda nuestra agitación condenada a la pasividad terminal. Pasa igual el tiempo por un reloj que por un puchero de barro, por reloj en marcha que parado. Por las desfachateces del tiempo, el porvenir siempre es porvenir desconocido, y será igual vivir 200 años -o 7.000, con recambio de tejidos- porque con todo su poder, el tiempo es filtrado por la mente humana como el café por el colador, y el minuto es oro y el milenio paja.
Cuando el tiempo se acaba y las cosas no, se llama eternidad. Por eso es memo, de puro levítico, el eslogan de la próxima matanza sin brújula, 'justicia eterna'. Es la amenaza desaforada y oportunista de que los muertos no resucitan, y que piensan fabricarlos sin apelación. Ley del mercado.
Quizá Bush y sus bersolaris vienen del cielo, del futuro, retrocediendo hasta nos, para dar un toque de eternidad bíblica a lo que misileen. Luminoso y divino fundamentalismo occidental, no coránico.
Bush, con tanta teología y tras el atentado de las torres, va a lograr circos de sangre, hambre, despiste y devastación que van a dejar muy cortos estos diez años de guerra contra Irak, las finezas colaterales en Kosovo y la propia audiencia mundial de las hazañas braguetarias de Clinton.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 22 de septiembre de 2001