Alcanzada cierta serenidad por lo vivido y empezando a contemplar los acontecimientos como desde un promontorio distante, en esta etapa donde se reducen las alteraciones (aunque todavía pueden conmigo ciertos inadmisibles retrasos sociales y ciertas actitudes inmaduras y egocéntricas) todavía me asombra la capacidad de destrucción del ser humano y el talento desplegado en ella, ya demostrados en la guerra de Kosovo, en particular, y en todas las guerras del mundo en general.
¿Cuántos recursos obstinadamente estudiados se invirtieron con objeto de dejar un rastro de desolación, amargura y humillación? ¿Para cuándo un kamikaze para la paz? ¿Para cuándo un sacrificio redentor que nos abra los ojos, que nos libere de imbéciles fanatismos, que nos capacite a todos para la construcción de un mundo realmente justo donde se erradiquen la hambruna, las pésimas condiciones de vida, el anafalbetismo, la esclavitud y las opresiones de toda índole?
Probablemente cuando hayan esparcido mis cenizas a los cuatro vientos, todavía la raza humana o lo poco que quede de ella esté contemplando y sufriendo las atrocidades vividas en este principio de siglo. Yo, en realidad no deseo para este mundo más sacrificios en los altares de ningún Dios. ¿No es más constructivo y positivo ofrecer y dedicar parcelas de vida a transformar el mundo, en aunar energías para educar, edificar, alimentar y ayudar, en la humilde pero sincera medida de lo que somos capaces de hacer cada uno de nosotros?
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 25 de septiembre de 2001