Pues qué quieren, a mí me hubieran pillado como a los Servicios de Defensa de los Estados Unidos: en la luna de Valencia, porque jamás se me hubiera ocurrido imaginar un arma mortífera formada por un avión repleto de personas. Y digo de personas, con sus egoísmos y sus inteligencias, con su amor, sus credos, sus esperanzas, sus ideologías, sus truncados proyectos de futuro... Y, sobre todo, con sus miedos de última hora, su visión, quizás, de los valores auténticos del hombre al saberse finalmente desnudo. No sé, me cuesta mucho entender que sucesos de esta índole pueden ser concebidos por la mente humana. Tanto es así que la única explicación que encuentro en todo ello es que al Imperio Americano, causante imperdonable de tanta humillación y tan atroces hechos, aún le faltan puntos de malignidad al no haber podido concebir esta locura ni siquiera para librarse de ella; que tal vez el autor de los mayores atropellos cometidos en el mundo últimamente es aún parcialmente inocente.
Sé que soy candoroso, pero díganme ustedes: ¿qué otra cosa puede hacerse hoy, desde este barco enorme que se hunde, salvo agarrarse a una tabla de salvación? Yo creo profundamente en el hombre, no sólo como vencedor de las batallas que constantemente libra el bien con el mal, sino como ente capacitado para asumir el dolor, purificarse y superarlo. Ya ven, yo tengo la esperanza, acaso sea sólo un deseo, de que en el amplio solar de las Torres Gemelas, devastado por la incomprensión, la impotencia, el endiosamiento y los rencores latentes y multiplicados, se construya una Gran Plaza para albergar a la paz, aunque sólo sea metafóricamente.
Lloremos hoy sobre este enorme cementerio del quebranto humano, del horror y de la inocencia, y lloremos hasta el límite de las lágrimas, pero pensemos también que el futuro no puede ser un arranque de furia incontenible. La insignificancia personal -que es al tiempo la mayor grandeza de los mortales-, pido al pueblo americano que, sobreponiéndose a su humillación y a su corazón brutalmente azotado y dolorido, libere a sus dirigentes del ejercicio superfluo y corrosivo de la venganza, porque el odio no conduce a la paz y la pena de muerte se escapa a la autoridad de los hombres.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 25 de septiembre de 2001