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Crítica:ÓPERA | 'RIGOLETTO'

Con Verdi, a pesar de todo

¿Cierta desilusión? Pues sí, por qué negarlo. El Teatro Real apostó muy fuerte programando Rigoletto para inaugurar su quinta temporada después de la renovación. Quien más, quien menos, cada cual tiene su Rigoletto ideal en la cabeza y en el corazón, lo que complica mucho los niveles de posible satisfacción. El Real, en cualquier caso, ha demostrado seguridad y capacidad de afrontar riesgos. No le ha salido redonda la jugada, pero al menos ha estado valiente en la decisión.

Tenía algunas bazas fuertes para aspirar al éxito: el debú de Carlos Álvarez en el papel del famoso jorobado, después de su rechazo a Riccardo Muti y el teatro de La Scala años atrás por no encontrarse con la suficiente madurez; un reparto joven; un director de escena prestigioso. ¿Qué pasó entonces?.

La representación de Rigoletto, ayer en el Real, estuvo impregnada de principio a fin, por unas u otras razones, de una sensación de distancia. A fuerza de insistir en ello, la distancia desembocó en frialdad. Un sector de espectadores de los pisos altos había protestado la dirección musical en los intermedios. Y ya en el tercer acto hasta los más comprensivos empezaron a comprobar que aquello no marchaba. La siempre esperada La donna è mobile o el bellísimo cuarteto Bella figlia de dell'amore no levantaron ni un solo aplauso. Las alarmas rojas se habían encendido. A estas alturas, la escenografía ya no era fría sino gélida y la dirección orquestal prácticamente inexistente.

Para llegar a este estado habían pasado, o dejado de pasar, muchas cosas. En el monumental y extraordinario análisis dramático-musical que Marcello Conati publicó sobre Rigoletto, con motivo del bicentenario de La Fenice de Venecia en 1992, el ensayista e historiador veronés decía, más o menos, que "la dramaturgia de todo el teatro verdiano encuentra su primer fundamento en la música, o mejor, en la elección y organización de las dimensiones sonoras, para exprimir el drama en sus más diversos aspectos a fin de comprometer al espectador y suscitar sus emociones. Para Verdi es la música la que debe poseer el drama y no a la inversa".

Seguramente la clave de la frialdad de este Rigoletto se encuentra ahí. Daniel Lipton no acabó de coger la medida dramática a lo que tenía entre manos. Nada de resonancias shakesperianas o pasiones en el filo de la navaja. Los tempos eran caprichosos y desiguales, la dinámica exagerada. Faltaba definición, matización, clima dramático y, no digamos, tensión. Era un Verdi ("pobre Verdi", gritó un espontáneo desde las alturas) más bullanguero que expresivo y, sin embargo, el director demostraba en algunas escenas una más que notable capacidad concertadora. Pero la música, como decía Conati, no poseía el drama, y de ello se resentía el conjunto de la representación.

Tampoco la dirección teatral acababa de perfilar con acierto las situaciones dramáticas. Limitándonos a un par de ejemplos de óperas de Verdi dirigidas por Graham Vick, este Rigoletto, en el plano conceptual ni se aproximaba al Mabech de La Scala, y en el de la caracterización de los personajes estaba lejos del Falstaff del Coven Garden. Se insistía en el ambiente de desolación, incluso de decrepitud, pero no acaba de cuajar. Había detalles escenográficos y luminotécnicos de interés: el comienzo del segundo acto, la última escena del primero con el efecto plástico-grotesco de los gorros de colorines, e incluso la desnudez del final. Poca cosa para la categoría del equipo escénico. Sobre todo porque los personajes no evolucionaban.

En todo este estado de la cuestión, el barítono malagueño Carlos Álvarez fue el triunfador absoluto de la noche. Después de un primer acto bastante irrelevante, logró con Cortigiani,vil rafa dannata, la ovación más cálida de toda la representación. Álvarez infundió credibilidad y fuerza expresiva al espeluznante final. Más lírico que dramático, Carlos Álvarez tiene carácter, compone y perfila el personaje con convicción y, sin embargo, le falta algo de fuelle y está lejos de la redondez que imprime a otros personajes verdianos como el del marqués de Posa, de Don Carlo, por poner un ejemplo. Es la primera vez que acomete Rigoletto. Con toda seguridad, irá a más en próximas funciones.

A la soprano Isabel Rey alguien le soltó desde la andanada un "muy mal" después de su Caro nome. No era para tanto. Bien es verdad que enfocó el aria desde un lado dulzón, pero todo ello con una técnica excelente y un dominio absoluto de los recursos expresivos. En el segundo acto arriesgó más y surgieron algunas limitaciones. En el último pasó sin pena ni gloria.

Isabel Rey viene, como el tenor Giuseppe Sabattini, de un repertorio mozartiano. Cantan bonito, pero sin mordiente. El tenor italiano tiene una voz preciosa, pero como duque de Mantua está fuera de estilo verdiano.

No fue una gran noche de ópera, pero al menos se intentó que lo fuera. Los abucheos más sonoros se centraron en la dirección escénica. Hubo protestas de un sector por la dirección musical y aplausos muy matizados para los diferentes cantantes. El público siguió la representación con entrega y hasta con pasión. Y es que Verdi no se agota jamás.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 2 de octubre de 2001