Selecciona Edición
Selecciona Edición
Tamaño letra
Editorial:

Legítima defensa

Una guerra de fisonomía hasta ahora desconocida empezó el 11 de septiembre con los ataques contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono en Washington, en los que murieron cerca de 6.000 personas. Casi un mes después, EE UU inició ayer una respuesta en legítima defensa con el bombardeo de puntos estratégicos de Afganistán. Estados Unidos y la ONU han acusado al régimen de los talibán de dar cobijo a Osama Bin Laden, que ayer reivindicó y justificó los atentados en un mensaje televisado que divide el mundo entre "el islam y los infieles". Si había dudas de la autoría de los atentados terroristas, el propio Bin Laden se ha encargado de disiparlas. Tampoco las hay sobre el apoyo del régimen de Kabul al millonario de origen saudí; los talibán han rechazado reiteradamente el ultimátum dado por EE UU hace dos semanas para entregar a Bin Laden y a otros líderes terroristas.

Al revés que Bin Laden, el presidente de EE UU, George Bush, tuvo sumo cuidado en evitar cualquier asomo de enfrentamiento cultural. Midió bien sus palabras al asegurar que se trata de unos ataques precisos, para "atrapar a los terroristas y conducirlos ante la justicia", y no una guerra contra el islam. Toda insistencia en este sentido es poca en las sociedades multiculturales en las que vivimos.

Los principales líderes europeos, con Tony Blair a la cabeza, acudieron con rapidez ante la opinión pública para apoyar políticamente la acción de EE UU. También lo hicieron Aznar y la mayoría de los líderes europeos. Con ello, EE UU aumentó aún más la legalidad y legitimidad internacional necesarias, con dos resoluciones de la ONU, el apoyo explícito que supone la activación del artículo 5 de defensa mutua de la OTAN y una coalición que incluye cuatro decenas de países, con el Reino Unido codo con codo en esta primera acción militar de una campaña que promete ser larga y en la que participarán Australia, Canadá, Francia y Alemania. Bush está justificado al sentirse apoyado por "la voluntad colectiva del mundo".

La estrategia de la tensión que se ha vivido desde el 11 de septiembre entró ayer en otra fase que no cabe sino denominar de guerra. Esta guerra requerirá de acciones en tierra, por definición peligrosas. Se trata no sólo de intentar capturar a Bin Laden y deshacer sus centros de entrenamiento, sino también de encontrar y deshacer su red de terrorismo global, y otras similares en lo que Bush describió como una "campaña sostenida, general e implacable".

La superioridad tecnológica de EE UU y sus aliados es apabullante. Desde el punto de vista militar, la acción de ayer empezó como era previsible: con la ventaja de la noche, y con aeropuertos, sistemas antiaéreos y campamentos terroristas como objetivos principales. Asegurarse el control y la seguridad del espacio aéreo es básico para EE UU, incluso para poder lanzar, como ha prometido, víveres y medicinas a los miles de desplazados en una nación como Afganistán, castigada por 22 años de guerra civil.

No cabe esconder que se ha abierto un periodo de enorme incertidumbre, no tanto por lo que puedan hacer EE UU y la coalición que se ha forjado en torno suyo, sino respecto a posibles contraofensivas en esta guerra asimétrica, como las que ayer anticipó Bin Laden, cuya red ha tenido años para prepararlas. Es de esperar que los bombardeos que se iniciaron ayer logren sus objetivos sin daños colaterales graves en forma de víctimas civiles, lo que podría alimentar resentimientos. Pues el otro factor central de inestabilidad puede venir de las reacciones de las sociedades musulmanas, que, como ya ocurrió en 1991 con motivo de la guerra del Golfo, tienden a reaccionar negativamente contra Occidente siempre que EE UU ataca a un país islámico.

Tales temores no podían llevar a la parálisis. La respuesta de EE UU a lo ocurrido el 11 de septiembre no es sólo legítima, sino necesaria. El mundo no se puede permitir vivir con la amenaza permanente de una banda de fanáticos, dispuestos a matar incluso a costa de su propia vida. Por si hiciera falta, Bin Laden se encargó ayer de lanzar una amenaza ubicua que justifica aún más retrospectivamente las resoluciones de Naciones Unidas. El conflicto va a ser largo y complejo. No se va a limitar a Afganistán. Pero de esta tragedia deben nacer nuevas posibilidades, un impulso para pacificar Oriente Próximo y un mundo más justo y gobernable desde instituciones internacionales a las que EE UU se ha vuelto a acercar, rompiendo el aislacionismo con el que Bush ganó las elecciones. Los norteamericanos prácticamente atacaron solos. Pero Bush sabe que está muy acompañado: de todos los que, desde cualquier profesión religiosa o laica, creen en la tolerancia y la libertad. La defensa de estos valores hacía necesaria una respuesta. Frente al terrorismo no caben neutralidades.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 8 de octubre de 2001