El maestro Luis Antonio García Navarro, director artístico-musical del Teatro Real desde su reapertura hace cuatro años, falleció anoche en Madrid tras una larga enfermedad que le apartó de los escenarios la primavera pasada. El músico, nacido en la localidad valenciana de Chiva, en 1941, y dueño de una de las batutas españolas con más proyección internacional, falleció en la Clínica de La Luz, donde permanecía ingresado tras agravarse el cáncer que padecía.
Hace un par de días en Oslo, el compositor Hans Werner Henze me preguntaba por la salud de García Navarro. Le habían llegado noticias de que su situación clínica era delicada y se mostraba apesadumbrado. El compositor alemán admiraba sin reservas al maestro valenciano. Le hablé, claro, de su último Parsifal, de Wagner, en Madrid, luchando instante a instante contra la fatiga, identificándose en cada momento con la música de la redención que, en este caso, se volvía música de la supervivencia.
Se le veía cada vez más delgado, más demacrado, pero él se agarraba a la vida con una fe admirable y esperaba llegar, al menos, a dirigir Falstaff, la última ópera de Verdi. Incluso bromeaba con la coincidencia de elección de repertorio que tenía últimamente con Claudio Abbado: el último Wagner, la broma final de Verdi.
García Navarro tenía fama de persona hostil. Nada más lejos de la realidad. Conviví con él en el I Encuentro Internacional de las Artes de Valencia, y me resultó enternecedor. En la forma de dialogar con Stephane Lissner, en su ilusión ante una paella, en la defensa como pintor de su hijo con cuadros que se inspiraban en Madama Butterfly, en las dos óperas que le obsesionaba programar en el Teatro Real: Moisés y Aarón, de Schönberg; Diálogos de Carmelitas, de Poulenc.
Su carácter se percibía en su manera de dirigir. Enérgica, brillante, transparente, a veces quizá pecando de un punto de superficialidad por la tendencia a marcar en exceso los contrastes. Respetado y apreciado tanto o más por los profesionales que por el gran público, García Navarro mantenía una relación impecable con la mayoría de los cantantes. Desde Teresa Berganza hasta María Bayo, los elogios no le faltaban.
Fue homenajeado hace unos meses por la Comunidad de Madrid. Mal síntoma este tipo de actos, pero en esta ocasión oportuno, pues él salió rejuvenecido e ilusionado del reconocimiento. Y pensaba una y otra vez en cómo levantar el Teatro Real, y se mostraba eufórico cuando llegaba, por ejemplo, a un principio de acuerdo con el pintor Eduardo Arroyo, aunque mantuviesen diferencias en la elección del título, pues García Navarro estaba encariñado con Moisés y Aaron, y Arroyo (y Grüber, le tentaba Boris Godunov, de Mussorgski).
García Navarro contagiaba entusiasmo. Emocionaba su alegría ingenua por encontrar, al fin, un camino de integración en Madrid de la ópera con la sociedad, o de tantas y tantas cosas.
Se ha ido con su fe a prueba de bombas, con sus buenas intenciones y deseos, con un Parsifal magnífico como testamento debajo del brazo. A buen seguro los caballeros del Grial le han santificado. En Madrid deja un recuerdo conmovedor. El éxito masivo era una cuestión de tiempo. De poco tiempo. Y el tiempo, esta vez, ha negado una causa justa.
Estaba casado y tenía dos hijos. Debutó en 1972 con la Orquesta Nacional, en Madrid. Galardonado con la Medalla de la Villa de París, fue director de la Orquesta de Barcelona y de la Orquesta de la Ópera de Stuttgart, donde dirigió Otello. Tenía previsto dejar la dirección artística y musical del Real en junio de 2002, cuando finalizara el contrato, que tenía una vigencia de cinco años.
Antes de las vacaciones de verano tuvo que cancelar la dirección musical de la ópera de Verdi Rigoletto, con la que el Real ha iniciado su quinta temporada lírica.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 11 de octubre de 2001