En Nueva York se venden ya cascotes de las Torres Gemelas como en Berlín se vendían trozos del muro. Giuliani, muy enfadado, ha dicho a la gente que no compre, lo que es tanto como pedir a un talibán que no rece. Todos preferiríamos que los hábitos de consumo no influyeran en las labores de desescombro, pero estamos hechos de átomos de mercado y no comprendemos la realidad hasta que sale a la venta. Nadie, entre nosotros, tiene un valor diferente al de su precio, aunque haya una retórica barata al servicio del aprecio. Fíjense, si no, en el asombro que ha producido en los analistas políticos el hecho de que Bin Laden apenas hubiera invertido noventa millones de pesetas en la demolición de las torres, cuando un solo misil Tomahawk cuesta cien.
La diferencia la pone el odio, que increíblemente no es un valor reconocido por el mercado. Calculen ustedes los dólares que habría costado tumbar esas torres sin odio y se harán una idea del valor de los sentimientos. La economía es caprichosa. No sabe uno nunca cuál es la mejor inversión. Colocas tu dinero en telefonía móvil y suben las señales de humo; inviertes en misiles y se ponen por las nubes los tirachinas. Es cierto que con el odio no te puedes hacer colgantes ni pulseras, como nos los hicimos sin pudor alguno con los restos del muro del Berlín, pero a largo plazo, que es como dicen que hay que invertir, te devuelve el ciento por uno.
La economía es rara. En la Feria del Libro de Francfort han salido a subasta varias biografías de Bin Laden por las que hace un mes no habríamos dado dos duros. Hay que ponerle precio cuanto antes a ese hombre, porque no se puede vivir con la angustia de ignorar lo que valen las personas y las cosas. Vuelve, en fin, una vez más, la industria del Otro, que creíamos liquidada con la conversión de Rusia. Contra lo que muchos piensan, esta industria no ha surgido de la noche a la mañana. Ha sido necesario invertir grandes cantidades de rencor que durante un tiempo parecía que no iban a ninguna parte. El secreto consiste en sembrar a la vez que se recoge. Ahí están los B-52 invirtiendo en el Otro con la frialdad con la que se compran eléctricas. Viva el fin del mundo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 12 de octubre de 2001