El otro día tuve un sueño un tanto extraño. Bueno, como suelen serlo casi todos. En una espléndida y luminosa mañana de domingo, en el que se celebraba el Día de las Misiones, el Domund, caminaba yo de vuelta a casa, venía de comprar el periódico cuando de repente, al doblar una esquina, me encontré, de sopetón, con una niña que sostenía entre sus frágiles y delicadas manos una hucha de loza, de esas de las antiguas, que representaba algo así como la cabeza de un chinito.
Pues bien, cuando me disponía a depositar unas monedas por la ranura de la hucha, ocurrió algo extraordinario. De repente, el rostro amarillo del chinito se transformó, por arte de magia, en el rostro de Antonio Camacho el día de su boda.
Al instante desperté.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 14 de octubre de 2001