Mi primer amor importante surgió por necesidad, como una sorpresa lenta que fue insinuando su luz en la bruma espesa de los prejuicios y los malos augurios. Los amores que nacen del odio son magos imprevisibles que sacan tentaciones y dependencias de la chistera del malhumor. Luego duran mucho, consiguen dibujar un extraño territorio de convivencia a mitad de camino entre la excitacion y la rutina. La niña más antipática y chivata del barrio aparece un día convertida en mujer irresistible, porque los misterios saltan como gatos en el tejado de nuestra propia intimidad. Cuando los amigos empezaron a hablarme, cuando comprendí la necesidad y acabé viéndolo encima de mi mesa de trabajo, tuve malísimas sensaciones ante el ordenador Amstrad PC 2086/30 que irrumpía en mi existencia. La verdad es que me costaba trabajo mezclar la informática con la literatura, casi tanto como darle a las siglas PC un significado diferente al que había corrido a sus anchas en mi educación política y sentimental. Pero la máquina desagradable tardó poco en aprender a pintarse los labios, aprendió mi marca de whisky, mi música, y una noche, con la mayor naturalidad del mundo, me dijo que se quedaba a dormir conmigo. A la mañana siguiente le di una llave de la casa y compré dos billetes para viajar al país de Rafael Alberti, a la región de los viejos manuscritos, las notas al pie de página y las tabulaciones. Aquel viaje de novios fue el descubrimiento de la felicidad, el esplendor de un desnudo que poco a poco nos entrega sus secretos y nos hace todo lo que le pedimos, apurando el placer de la repetición, las correcciones y los archivos. El amor es una tela de araña que tiende sus redes entre la yema de los dedos y la memoria.
Pero no es una tela de araña infinita. El tiempo deja caer sobre la convivencia una lluvia de guerras perdidas y de extenuaciones. La torpeza familiar del viejo amor cayó a los pies de la urgencia juvenil de un Compac Contura Aero 4/33C, una recortadísima maravilla con alma de lujuria portátil, que me procuraba un abrazo en cada puerto. De habitación en habitación, volvió a producirse el milagro, y una parte definitiva de mis manías y mis sueños anidaron detrás de las cortinas de aquella ventana azul que se llenaba de palabras, horizontes, lealtades y seguridades temerarias. Después de una mala racha, durante unos días en los que yo estaba demasiado nervioso y poco dueño de mí mismo, porque debía presentarme a unas oposiciones, la maravilla se cansó de mí, pegó un portazo y se llevó para siempre su luz cotidiana, sus joyas y la memoria de nuestra vida en común. Jamás he comprendido tanto los abismos de la oscuridad y los filos helados del abandono. Qué vacía se quedó la casa.
Aprendí la lección. Ahora sé que la convivencia es un cable tendido en la fugacidad y que conviene cuidar las buenas compañías, empezar el amor todas las mañanas, esforzarse en comprender, en perdonar. Observo ahora mi Compaq Notebook 100, y pongo cuidado en no olvidar su marca de ginebra, y cultivo nuestro sentido del humor y nuestras pasiones cuando apoyo el dedo en la tecla del punto final.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 20 de octubre de 2001