Insistió el Real en su segundo título de la temporada en el repertorio más trillado, intuyendo un éxito incuestionable al contar para el papel principal de Lucía de Lammermoor con una soprano que había obtenido en el mismo teatro dos triunfos clamorosos en sus recitales de abril de 1999 y febrero de 2000. La entrega del público de Madrid a Edita Gruberova hacía justificable y hasta imprescindible su presencia escénica en el Real, más todavía cuando en Bilbao había entusiasmado con una excelente encarnación del personaje de Linda de Chamounix.
Una ópera, en cualquier caso, tiene otro tipo de exigencias que un recital, saliendo las limitaciones artísticas de una forma más inmediata. La soprano de Bratislava había calentado el ambiente los días previos en los medios de comunicación, insistiendo en descalificar la "dictadura" de los directores de escena. Es curioso que sus mayores insuficiencias se mostraran en el terreno teatral.
Dos cuestiones saltan a un primer plano en una representación como la de ayer. La primera es la opción -si hay que optar- entre técnica y expresión; la segunda es, a raíz de la delirante reacción del público a favor de Gruberova, si existe una añoranza del divismo. El último acto de Lucía puede introducir una pauta de reflexión sobre estas cuestiones, pues no en vano tiene dos momentos tan simbólicos y esperados como la escena de la locura del protagonista y el cuadro final de Edgardo con su Bell'alma innamorata.
Gruberova sacó a relucir todos los tópicos de la cultura del divismo -que también tiene, no lo olvidemos, sus "dictaduras"-. En los últimos años esta cultura alrededor de los grandes cantantes se ha ido desplazando por una valoración más positiva de la ópera como espectáculo global, es decir, como conjunción de teatro, música, canto y belleza plástica. En la escena de la locura, piedra de toque de toda su actuación, Gruberova desplegó su poderosa y variada gama de recursos técnicos belcantistas. Entusiasmó desde la admiración por sus portentosas facultades canoras pero, a mi modo de ver, sin tener una proyección teatral en consonancia. Dicho de otra forma: deslumbró pero no emocionó. En una cultura abstracta del canto esto es perfectamente válido y hasta extraordinario; en una cultura del canto teatral es insuficiente.
Nostalgia de otras épocas
La escena final del tenor también puede provocar sus nostalgias de otras épocas y de otra modalidad de divismo. Era una de las páginas favoritas de Alfredo Kraus y los recuerdos a veces son traicioneros. José Bros la resolvió de una forma admirable desde el punto de vista emotivo. Y el escalofrío saltó, porque cantaba proyectando su bella voz con el corazón, transmitiendo sentimientos. No deslumbraba, como Gruberova, pero su actuación se inscribía en un concepto más dramático, más creíble teatralmente.
La riqueza de la representación de ayer estaba en que las opciones abstracta y teatral convivían. Cada uno está en su derecho de elegir con cuál quedarse. Además, el resto de los cantantes se mantenía a un nivel notable, y el coro, a pesar de esa tendencia a cantar de mezzoforte para arriba, resolvió muy bien su papeleta. La dirección orquestal de Friedrich Haider fue aceptable sin más.
La puesta en escena de Graham Vick para Lucía de Lammermoor da pistas sobre algunas claves de su Rigoletto, que se representa también estos días en el Teatro Real. Es, en cualquier caso, más clara. Teatro conceptual, de ideas, con objetos representativos del romanticismo escocés -las telas, la Luna, los árboles sin hojas, las nubes grises y amenazadoras- con una delimitación geométrica de espacios plásticos en función de unos encuadres casi cinematográficos, con amplitud siempre en escena para el trabajo de los cantantes. No está mal, aunque no sea un delirio de imaginación. La representación fluye con nitidez, lo cual no es poco. El éxito fue rotundo. El equipo escénico no salió a saludar, por si acaso, y así no se enturbió la fiesta.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 22 de octubre de 2001