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Crítica:

Hampa y elegancia

Apareció Ute Lemper anoche, y parecía Marlene Dietrich pero con más cuerpo. Largo abrigo negro, largo traje rojo, largas piernas, largos brazos, larga voz desde los agudos a los graves. Y larga boa arrollada al cuello.

Apareció Ute Lemper anoche, y parecía Marlene Dietrich pero con más cuerpo. Largo abrigo negro, largo traje rojo, largas piernas, largos brazos, larga voz desde los agudos a los graves. Y larga boa arrollada al cuello. Ninguna relación con el cabaré berlinés, salvo en algunas canciones un poco canallas, pero que a ella le salen elegantes. No podíamos ser los berlineses de los treinta; los de Zarah Leander, los de Lotte Lenya. Ellas cantaban con voz gruesa, ambigua -como todo el cabaré-. Ellas dos, y otras menores, tenían la voz oscura, opaca; pero los hombres la tenían afeminada.

Ute Lemper es más refinada. Es más cantante; más afinada; menos gritona que otra grande, Liza Minnelli, que nos dio su Cabaret en el cine. El cabaré era algo de hampa y de damas y caballeros, algo muy ambiguo, y no sólo de voces; era El Ángel Azul, pero tendría luego la inteligencia y el brillo de los grandes escritores de la época, que trataban también de ser ambiguos entre el humor y la pelea política, y que tuvieron que huir después, o morir. Da gloria ver y oír a Ute Lemper, que el año pasado, y en este mismo festival, apenas salió y desapareció, con la voz afectada por no se sabe qué cosa madrileña, porque ella decía ayer que no le había pasado jamás.

Dominio

Anoche lo recordó al empezar. El problema, esta vez, estaba en el sonido: la desesperaba que uno de sus altavoces de referencia estuviera desafinado. Yo encontré que el micrófono estaba mal actualizado. Pero Ute Lemper lo dominaba todo, y dominó al público.

Es sobre todo una actriz, como lo fue apenas adolescente, y también con un texto intelectual, el del Nobel T. S. Eliot, en el musical Cats diciéndolo y cantándolo traducido al alemán, o al vienés si se prefiere. Una actriz que interpreta a las cantantes del antro berlinés opaco y duro, de hombres pintados y teléfonos de mesa a mesa para el encuentro rápido, pero con los textos de Bertolt Brecht; o de Jacques Prévert, el gran poeta menor que también tuvo un cabaré, pero en París (La rose rouge).

Con o sin cejas finas y semicirculares, con o sin melena rubia, y con las canciones de Jacques Brel -una versión apasionante de Amsterdam- Ute Lemper sabe ser todos, sin dejar de ser ella, o sea, una de las centroeuropeas de Nueva York, con un acento especial que lo ha ido acentuando, con el jazz muy dentro: All that jazz cantó también en una versión espeluznante. Del musical Chicago, que ella también había representado tantas veces.

El cabaré berlinés es una parte: en otra está el inglés americano, o más bien neoyorquino, y el francés. Todos son su idioma: es decir, son de una actriz que imita a una cantante que imita a... Finalmente, que imita a la Ute Lemper que es como ella sola. Las versiones de lo antiguo son suyas; quedan frases reconocibles para un poco de nostalgia eso sí, la nostalgia de los que oyeron a las otras y tienen inevitablemente aquellas músicas dentro.

Guerras

Y ciertas sensaciones antiguas, de preguerras, guerras y posguerras antiguas, o de preguerras. A mi me parecía que el recital de Ute Lemper estaba hecho para mí, qué pena que no sea así. Las guerras del día no tienen tanto romanticismo. O no tienen aquellos músicos, aquellas cantantes, aquellos poetas.

El público compensó sus esfuerzos, su arte, sus brazos y piernas como serpentinas -también bailó con un gran maestro-, sus monólogos de actriz entre canción y canción, sus improvisaciones en torno al sonido; hizo sus bises entre aplausos y casi rugidos de alegría, y nos quedamos esperando a que vuelva. Quizá el próximo Festival de Otoño de Madrid.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 23 de octubre de 2001