Si en el reparto de premios del Festival de Cannes la Palma de Oro fue para el gran Nanni Moretti de La habitación del hijo, los tres otros premios relevantes -salvo el disparate que nombró al alimón a David Lynch y Joel Coen mejores directores por sus confusas Mulholland drive y El barbero, lo que fue allí interpretado como regalito del colega Therry Gilliam, miembro amiguete del jurado- fueron para La pianista: Gran Premio del Jurado (que equivale a otra Palma de Oro), premio a la mejor actriz para Isabelle Huppert y al mejor actor para Benôit Magimel. Y el anuncio de esta heterodoxa triangulación por la presidenta del jurado, la eminente cineasta noruega Liv Ullmann, sugirió a voces que este, arriesgado hasta el borde de lo temerario, filme dirigido por el austriaco Michael Haneke era sagazmente designado bajo cuerda como la obra de mayor anchura, hondura y alcance del encuentro.
LA PIANISTA
Dirección y guión: Michael Haneke, según la novela de Elfriede Jelinek. Intérpretes: Isabelle Huppert, Benôit Magimel, Annie Girardot, Anne Sigalevitch, Susanne Lothar, Udo Samel. Género: drama. Francia-Austria, 2001. Duración: 130 minutos.
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Este cronista adelantó a bote pronto entonces, y reitera con pausa ahora, su acuerdo con la valiente y generosa idea del cine que empuja detrás de esa decisión, pues La pianista es una obra áspera, abrupta, incómoda, turbadora e incluso perturbadora. Hay dentro de ella un vuelo anímico y artístico de estirpe suicida, un poema sublevado, lleno de espíritu y de coraje subversivo, formalmente complejísimo y de terrible hermosura herida por una sacudida de violencia trágica de excepcional intensidad y gran calado. Esto hace de ella cine no fácil de ver, cercano a lo insoportable, pues ante su imagen no se puede sostener la mirada más que si ésta prescinde del cobijo de la comodidad y rescata la gloriosa -y, en la lógica cobarde que hoy reina en el cine, ya casi perdida- idea de la pantalla como glorioso territorio de la inquietud y el malestar.
El inmenso talento de Michael Haneke golpea entre los ojos con desalmada sinceridad y brutal, seca rectitud. Dijo Bertolt Brecht, maestro de Haneke, que sólo es un artista libre aquel que dice a la gente lo que la gente no quiere que le digan. E Isabelle Huppert dice cosas indecibles e inaudibles y nos mueve, remueve y conmueve con una creación portentosa, de total genialidad, ésa su asombrosa y minuciosa construcción de una mujer víctima total, sumergida en un pozo insondable y duplicado por el turbio macho Benôit Magimel y la madre araña Annie Girardot, pinza que muerde con baba el infierno íntimo sin salida de la hija.
Y Haneke y sus puntiagudas ideas o armas, las mismas cuya energía desencadenó en la conjugación de transgresión y teatralidad de 71 fragmentos de una cronología del azar, Funny games y Código desconocido, hiere en la médula del mecanismo de la castración interior. Hiere el sexo, o el alma, mudo y devastado, de una mujer atrapada -mientras en su opaco interior el silencio cuece el día a día de una genial representación de la claustrofobia, del derrumbe del horizonte y de la extinción del consuelo y la esperanza- en la tela del desastre cotidiano, esa aterradora aniquilación de la libertad que anida en sociedades formalmente libres, pero en las que impone brutalmente su ley la moral entendida como mordaza y como atadura. Pocas veces como aquí se ha representado con tanta precisión el oscuro y silencioso desastre de la represión, de paredes adentro, en éste nuestro mundo, aquí, al lado, en casa.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 26 de octubre de 2001