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COLUMNA

Dioses y dietas

Afganistán es un debate para la confrontación de la tecnología y la fe: por cada misil de crucero Tomahawk que les remite la 7ª Flota, los talibán responden con una ardiente sura coránica catapultada desde el airoso alminar de la mezquita. Sólo la inocencia de los cadáveres de Manhattan se entiende en la inocencia de los cadáveres de Kabul. Unos u otros definen el nuevo sistema de pesas y medidas del terror. Del terror que ha destapado la vulnerabilidad del poder; y del terror del poder que devasta toda la extensión de la nada, con sus arsenales. Aún se ignora, en este cruento sistema, cuántas criaturas despedazadas se necesitan para tasar la grandeza, si es que la grandeza se gana en la matanza, y las creencias emergen de un baño de sangre. La infame demolición del World Trade Center no se resuelve con la infamia de unos ataques salvajes, por más que se invoque, de una y otra parte, a la providencia. Las guerras de religión, siempre se han librado a espaldas de las divinidades: han sido, más que un teatro de operaciones, un pretexto devoto, donde el humo, la pólvora y las banderas desplegadas, han ocultado los verdaderos intereses: el imperialismo, el colonialismo, las materias primas, el hierro, el oro, el petróleo. Tal vez, a la sombra de los helicópteros Apache, ya se estan consumando prospecciones petrolíferas y los planos del oleoducto que va hasta el golfo de Omar.

Los países ricos fabrican maquinaria pesada y armamento; los países pobres producen leche de cabra, miel y dioses. El Mediterráneo ofrendó al mundo un catálogo de deidades en manada, con aparato de rayos, seducciones y ritos; o de una en una, con sus visionarios, sus místicos y sus anacoretas. Los primeros fueron pasto de los marmolistas, los segundos, de los estadistas, y éstos, a su vez, de los financieros y de los industriales. El día en que Bin Laden se quite la barba, veremos quién y qué se esconde detrás. Por si acaso, este mar nuestro ya solo factura sol y una dieta a base de aceite de oliva virgen, pescado azul y ensalada. Basta con vigilar las espinas.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 31 de octubre de 2001