Ésta es la historia de un viajero que salió de Valencia el día de Todos los Santos y que no encontró a ninguno en la carretera, ni siquiera a un humilde beato, pero que sí se las vio con unos guardias altaneros, y con muchos páramos de tristeza, tan propicios para la huida, y que más tarde llegó a Madrid, y que ya saliendo de la capital vio asomado a una ventana del palacio de la Moncloa al vicepresidente Rodrigo Rato con un móvil en la oreja, hablando con el gesto preocupado, y que luego -el viajero- cinco minutos después, vio a otro hombre en un balcón, en la sede acristalada de Repsol, hablando por otro móvil, y luego ya sólo vio coches porque se topó con un gran embotellamiento en Villalba, y enloquecido el viajero, huyó por el Escorial, y cruzó montes y collados, y pasó por Ávila, donde no sintió ningún arrebato místico, y continuó camino del noroeste, y arribó a su ciudad natal al anochecer, y vivió en ella afectos y embutidos, y se enfrentó a su sombra de hace muchos años, y a sus compañeros remotos, y a una novia niña, y a sus familiares muertos, y que luego -el viajero-, se fue a cenar con otros amigos, y a charlar hasta el alba entre bromas y melancolía, y que durmió bien, con dos mantas, y que el domingo hizo el viaje del retorno, y que no encontró a Rato en la ventana, ni al señor de Repsol, y que al atardecer sintonizó los avatares del Valencia-Rayo, y que luego, ya bajo la noche, desde los altos de Buñol, vio un oasis de luces y sombras que era la ciudad de Valencia, y entonces su ánimo resplandeció, y en medio de ese gozo edificado de librerías y afectos, del mar y otra memoria, entró en la capital ajeno a cualquier emoción étnica o similar, y no halló al pueblo valenciano dentro, sino a ochocientos mil individuos que comparten la vida de la urbe, tantas personas y gentes nacidas aquí mismo o muy lejos, valencianos judíos y musulmanes, cristianos y ateos, de Kabul o de Manhattan, y el viajero supo entonces que lo que veía era la sociedad valenciana, sin mayores precisiones, y la intuyó más convivente que antaño, y miró la luna sobre Benimaclet, y un tren lleno de sueños, y llegó a casa y leyó un verso de Ausiàs March y otro de Miguel Hernández.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 6 de noviembre de 2001