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Crítica:'WOYZECK' | MUSICAL

Hielo sobre la pasión

Es una obra de la gran Europa de la transgresión; se estrenó en 1913, cuando su genial autor había muerto 75 años antes, a los 23, y había dejado también escrita La muerte de Danton, que también tuvo estreno póstumo. Tenían las dos valores ácratas; eran ya lo que mucho después se llamaría contracultura. Alban Berg creó con ella una ópera (1925), también extraordinaria, que fue la que ayudó a resucitar la obra. Se representa continuamente y en todos los idiomas. De todas las formas en que se ha hecho el Woyzeck, la que me sigue pareciendo mejor es la original, y su mejor dirección, la que más haya servido al texto, a su ideología y a su rebelión. Contó lo que pasaba, pero se le ha digerido y aceptado y convertido en arte de muchas maneras, hasta conseguir que su denuncia aparezca como pasada y de museo. Sin embargo, está aquí.

Una de las digestiones con mas ácido -es decir, más destructivas del espíritu interno, más capaz de convertir su alimento en excremento- es ésta de Bob Wilson, tan llena de otra belleza. Plana, de página de libro de cuentos. Como todas sus adaptaciones, dramaturgias o direcciones, es sobre todo una obra de sí mismo; su gusto por la lentitud, por las escenas o los movimientos congelados, por las cámaras lentas; la creación de los escenarios como gráficos de libro o distracción de un delineante aburrido: con colores planos, como para un cuento infantil; los trajes más bien de circo -con las caderas y las nalgas abultadas por botargas- y las mujeres de cabaré hacen de la obra un cuento inocente y bello. Los cuchillos o las navajas no penetran en los cuerpos asesinados; pocas veces hay contacto de cuerpo con cuerpo -excepto en el Doctor, que más bien es dos hermanos siameses-, como si estuvieran envueltos en un cristal. Muy propio de la posmodernidad, donde la ternura corporal se va abandonando: pero convirtiendo en frío invernal una obra que es cálida, humana, rebelde. Si dejo atrás la obra y no pienso en ella, el espectáculo es de una gran belleza; pero podía servir mejor para cualquier otro texto sobre el que pudieran haber caído unos decorados de Pinocho: en los últimos planos, y digo planos porque es un teatro sin relieve, de página o de pantalla inmóvil, el niño, con una nariz postiza, es el mismo Pinocho. No creo que sea casualidad.

Es grata, en cambio, la música de Tom Waits, que en esta ocasión (como hizo ya en Alice) colabora con su esposa, Kathleen Brennan. Y también hay que olvidarse de su antecesor, Alban Berg: es otra cosa. Hay mucha Europa Central, y mucho Weill: en los valses de tempo alterado, en la canción de cuna. Los ritmos del kabarett funcionan continuamente, sin perder el deje, el sabor americano, el de los tiempos de la contracultura, la rebeldía de los años sesenta: lo que hace Ute Lemper, pero con una calidad musical más alta y una intención mayor. Las canciones (en inglés) son bonitas sin dejar de ser inteligentes, lo cual hoy es un raro hallazgo, y los actores las cantan con la voz adecuada, más acá de la ópera y más allá del music-hall, y la única emoción del escenario sale de ella y de ellos, y cuando se puede, del altísimo letrero electrónico donde se traduce lo que se puede del texto que los actores dicen en danés; puede crear dolores de pescuezo, y mientras se lee se pierde la estética de la escena, el gesto y la mirada de los actores, el elegante juego de luces a lo Walt Disney.

Gustó, lógicamente y justamente; los aplausos fueron largos para los intérpretes. Por mi parte, voy a volver a leer la obra de Büchner (la tengo en una edición de Aguilar, El teatro de la joven Alemania, traducción de Vicente Romano García, 1966) y a tratar de encontrar el disco, y alguno que pueda de Tom Waits.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 6 de noviembre de 2001