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COLUMNA

Arte problemático

Desde que las llamadas bellas artes dejaron de ser bellas (de esto ya hace algún tiempo) lo más recomendable es dejar que los críticos hagan literatura deleznable o metafísica de Reader´s Digest sobre las ocurrencias de sus contemporáneos. Lo peor es meterse en dibujos, como los detractores o panegiristas del mural homeorótico de Txema Burgos que ilustra la vidriera de un bar vitoriano. Es lo que le ha pasado a Alfonso Alonso, el arriscado alcalde de nuestra capital política y administrativa, adalid de los derechos de las parejas gays y celoso censor de herramientas viriles y de anos. Todo, probablemente, algo excesivo. Ni tanto ni tan calvo. Todo, por otra parte, muy propio de esa 'negra provincia de Flaubert' que Miguel Sánchez-Ostiz retrató en sus dietarios y novelas, la selvática Umbría (o al revés) que pinta en Las pirañas con técnica de aguafuerte. Aburrimiento y humo. La ciudad convertida en un ameno yacimiento arqueológico, con sus carcas y progres enfrentados, igual que don Camilo y el alcalde Pepone en las novelas de Giovani Guareschi.

Menos amable ha sido lo del bosque pintado de Ibarrola. Un asunto que viene de atrás y a lo peor, si las autoridades competentes no lo toman en serio e intentan remediarlo, puede ir para largo y convertirse en un cuento siniestro y sin fin, una versión autóctona del realismo sucio, nuestra versión más íntima del gore.

Si alguien quiere buscar al artista y, sobre todo, si alguien quiere encontrarlo, el camino más recto es ir derecho a su obra. El artista es su obra, y ante la dificultad de acabar con el primero, unos cuantos patriotas perdidos en el bosque originario han decidido mutilar la segunda en el bosque profano de Oma. Lo que a ellos les molesta no es el arte: el arte les da igual, lo que les pone malos es el artista vivo y opinando debajo de su boina. Su iconoclastia tiene poco que ver con la de los surrealistas de Breton. Ninguno va a pintarle a la Gioconda unos bigotes como los de Ibarrola. Lo suyo es golpear donde más duele y, si es posible, rematar la performance con sangre.

El arte, esencialmente inútil, pretende transformarse en nuestro país en motor económico. Aquellos hondos infiernos en la niebla que durante decenios fueron nuestra gallina de los huevos de oro han dado paso a las asépticas salas de exposiciones. El arte inunda Euskadi. Claro que para los gestores y empresarios del arte, el color del dinero y no el de la pintura es lo que cuenta.

Pero nuestro pequeño país es un profundo pozo de sorpresas. Al alcalde de Getxo, del PNV, le escandalizan los cuerpos desnudos de los naturistas, y al de Vitoria, del PP, los penes dibujados le incomodan. Es lo que va de lo vivo a lo pintado. Afortunadamente, no sucede lo mismo con la literatura, quizás porque los libros (con penes o sin ellos) no se leen de un vistazo.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 10 de noviembre de 2001