Los cantantes españoles se han desenvuelto siempre con más comodidad en el mundo de la ópera que en el del lied. Hay excepciones, como la malograda Montserrat Alavedra, que falleció en 1991, y hay un punto de referencia absoluto en Victoria de los Ángeles, que en su categoría de símbolo intervino en el primero de estos ciclos de la Fundación Caja Madrid y el Teatro de la Zarzuela. Los organizadores insisten en invitar cada año a una voz española destacada (Teresa Berganza, Isabel Rey, Ana María Sánchez) tratando de animar la creación de una tradición española y también para no olvidar las canciones propias, muchas de ellas de indudable encanto. Es un criterio culturalmente acertado, más que un impuesto revolucionario como a veces se comenta malévolamente.
La soprano María Bayo repite en estos ciclos después de su actuación en marzo de 1998, con pianista diferente (¿por qué cambia la soprano navarra tanto de acompañante en un mundo que requiere total compenetración?) y un programa bien construido dividido en dos partes claramente delimitadas, una de autores centroeuropeos (Mozart, Richard Strauss) y otra de españoles (Granados, Toldrá).
Las bazas de María Bayo para el mundo del lied son el cuidado de la palabra (la visión, el fraseo) y el lado llamémosle interpretativo o expresivo. En cualquier caso su dedicación a la ópera se nota. Ello facilita y hasta predispone la creación de climas muy particulares. Ayer, su Mozart estuvo lleno de frescura y espontaneidad (excepcional su Ridente la calma), su Granados alcanzó un equilibrio entre lo castizo y lo elegante (especialmente modélico El mirar de la maja) y su Toldrá venía impregnado de un atractivo entre literario y popular, con una voz de tierra y una elevación espiritual desde el lenguaje. Con Mozart, con Granados, con Toldrá, María Bayo consiguió universos propios a partir de una recreación suelta de lo propuesto por los autores.
Naturalidad
La sensación de naturalidad se imponía desde la base de un trabajo depurado. En esos terrenos se movía como pez en el agua María Bayo, y también en los Turina (Cantares) o Montsaltvatge (Punto de Habanera), ofrecidos como propina, pero donde su sello y su personalidad se impusieron con más firmeza fue en una emocionante Lascia ch'io pianga, aria de Almirena en Rinaldo, de Händel. La ópera, de nuevo.
Las limitaciones de la cantante se centraron en el universo liederístico de Richard Strauss, un autor que, por desgracia, aún no ha frecuentado en el terreno escénico. Y en María Bayo, una cantante que consigue cada pequeño detalle a base de mucho estudio y familiaridad con los pentagramas, eso se nota. Apuntó, que duda cabe, detalles líricos de clase, pero no acertó a crear una atmósfera sugerente, evanescente, straussiana. Fue un Strauss sin vuelo. Bayo abusó del melodismo moroso, de una delectación a lo Barbra Streisand, y la sombra del manierismo se volvió amenazante. Lo más conseguido estuvo en Morgen, Zueignung y, en cierta medida, en Cäcilie, donde tuvo las frases más straussianas (y quizá las menos). El Strauss de María Bayo está haciéndose todavía. Es como un vino de crianza que puede llegar a ser un gran reserva con una dedicación más continuada. Necesita reposo, un pianista de más fuste y, sobre todo, una mayor identificación con estos pentagramas tan peligrosos estilísticamente y tan llenos de dificultades a la hora de crear una determinada sonoridad.
No fue la de ayer la gran noche madrileña de María Bayo, aunque, como en ella es habitual, desplegó una enorme simpatía y se vistió con gran elegancia. Es algo de agradecer estas ganas de gustar.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 13 de noviembre de 2001