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COLUMNA

Inteligencia

Todo político sagaz sabe que cualquier estrategia cultural ha de ser básicamente rentable. Esto se mide en índices de audiencia, en salas a rebosar y en largas colas a las puertas de un museo. El político inteligente, sin embargo, va más allá: emplea a fondo su mano izquierda y no sólo consigue contentar a las falsas mayorías sino que, además, complace a las muy respetables minorías que no se dejan seducir por espumosos sensacionalismos o alevosas mediocridades. Es difícil, lo sé, por eso hablo de gestores inteligentes y no de consejeros avispados que confunden cultura con ocio o placer con diversión. Lo primero que ha de tener claro el buen político es que cualquier producto cultural no es equiparable a mercancía alguna, entre otras cosas porque ni caduca ni se agota en sí mismo. Un cuadro, una sinfonía, una representación teatral, un libro pueden provocar en cualquier momento destellos de felicidad, golpes de placer o epifanías que justifican una partida presupuestaria o una subvención a fondo perdido. Esto es así, aunque parezca duro contradecir las leyes del mercado y aunque resulte mucho más ruidoso y popular contratar a Plácido Domingo que apoyar a jóvenes valores. La cultura no ha de ser nunca un pretexto para legitimar una tarea política, sí un fin que justifica todo esfuerzo de manera generosa. El político culto e inteligente no ajusta su plan de actuación a las cifras engañosas ni colabora en la domesticación de pensamientos y voluntades. Cree en el hombre con autonomía moral y valora su conciencia crítica como un bien insustituible. El buen político sabe que existen mentiras, mentiras podridas y estadísticas. Su moral le recuerda que la cultura es un modo de conocimiento y no la pirotecnia de la distracción. El político inteligente no prima el éxito sino su posibilidad. No mide la eficacia de su gestión cultural por cuentas de resultados, aumento productivo o fórmulas económicas, sino por el crecimiento de la conciencia crítica que haya sabido fomentar entre los ciudadanos. El buen político no crea cortinas de humo. Tiene memoria histórica y momentos para la melancolía. Su fracaso es a veces la prueba de su ética, la demostración de que la gobernabilidad no puede ser inteligente.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 22 de noviembre de 2001