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COLUMNA

El martillo y la magia

Dos grandes versiones de estilos muy diferentes produjeron un partido espléndido, con todo el aroma de la Copa de Europa. Partido, en fin, que el Madrid hubiera perdido en otros tiempos, cuando sus viajes a Centroeuropa terminaban inevitablemente en catástrofe. El Sparta está menos relacionado con la exquisita escuela checa que con la variante alemana. En su tenacidad y vigor se apreciaban todas las cualidades del Bayern, del Kaiserlautern, de todos aquellos equipos que crearon un trauma en el Madrid. Eran equipos abrumadores que descuidaban la estética a favor de una intensidad que ponía a prueba la capacidad para la agonía de sus rivales. Nunca se les tuvo en España como un modelo a imitar, pero siempre se les temió. Y en algunos momentos de su historia, el Real Madrid padeció el síndrome alemán como un tormento. El Sparta rescató el espíritu de ese fútbol y no le permitió al Madrid un instante de respiro. Buscó el choque, el balón alto, los rechaces, las llegadas en tromba de medio equipo. Lo hizo con la fe de los iluminados, sin distraerse en la apabullante superioridad técnica de un rival que ofreció momentos inolvidables. Puede que el Sparta esté en las antípodas del gusto español por el fútbol, pero estuvo irreprochable en su ley: exigió lo mejor del Madrid para ceder el combate.

El encuentro dejó ver las inmensas posibilidades del Madrid. Configurado alrededor de Zidane, jugó con soltura, clase, armonía y creatividad. De la misma manera que el Sparta recordó la fiereza implacable de los viejos equipos alemanes, el Madrid remitió en Praga al exquisito fútbol de los mejores días de la Quinta, con jugadores de más calado si cabe. Zidane fue el primer protagonista. Manejó todos los registros, siempre con criterio y elegancia, indetectable para los jugadores checos, que le perdían la pista en cada una de sus intervenciones. A cada una de ellas le ponía un toque de distinción que le elevaba sobre el resto de los actores del partido. Ahora que comienza a funcionar a toda máquina, es imposible discutirle su condición de mejor futbolista del mundo.

Al tenaz modelo del Sparta, el Madrid respondió con una exquista puesta en escena. Alrededor del balón, por supuesto. El fútbol español, al menos en lo que corresponde a sus clubes, ha encontrado unas señas de identidad que le diferencian casi radicalmente del resto de Europa. Aquello que estaba en desuso y sometido a críticas feroces en el apogeo de la italianidad se ha convertido en un potentísimo foco de luz, apoyado por la fuerza de los resultados. Con el balón como árbitro de la excelencia, nadie puede oponerse a los equipos españoles. Eso no les hace invulnerables. Ningún modelo garantiza la victoria, ni éste ni el italiano, ni el alemán, ni el inglés. Pero en cuestiones de belleza pura no queda más remedio que saludar al Madrid de Praga, al Barça de Anfield o al Deportivo de Old Trafford. Como en todo, la belleza tolera mal los excesos. Si el Madrid padeció un defecto fue el del manierismo. No tumbó al Sparta cuando pudo y se abocó a una victoria con demasiado sufrimiento. Por lo demás jugó a la grande y sólo echó en falta a Figo, que no sale del agujero.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 22 de noviembre de 2001