En el cine de acción, sobre todo el de género, y más que en ningún otro el género negro o thriller, los buenos arranques son peligrosos, porque el espectador no tolera, no traga, no permite que se alarguen en desarrollos y desenlaces de inferior fuste y más débil aguijón emocional, lo que obliga a los inventores y realizadores de la película a mover a ésta sobre el filo de un crecimiento sostenido de la intensidad dramática y la intriga, cosa no fácil. Ni una palabra no logra sortear ese peligro y cae de lleno bajo su zarpa.
Comienza con brillantez, crea gancho, atrapa, promete, segrega flujo de seducción el apretado, veloz y estruendoso arranque de Ni una palabra. Es un arranque digno del Gury Fleder director de la notable Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto. Hay en este arranque evidencia de artificialidad, de juego tramposo, de coqueteo con un grueso truco argumental que roza la mentira cinematográfica. Pero los truculentos trucos y los oscuros sucesos que desencadenan el filme son formalizados -mediante un astuto uso del primer plano, lo que da a la mirada la interioridad que necesita- con buen oficio y sin vulnerar la ley genérica. Y lo hace de manera que su endiablada trepidación despierta avidez de pantalla, ganas de que ésta se adentre hasta el fondo del territorio que está abriendo, tire de los ojos y los lleve a las raíces del embrollo, el maldito embrollo de un psiquiatra al que unos fulanos le secuestran a la hijita para forzarle a que saque contrarreloj del vértigo de la mente de una muchacha loca un misterioso número que sólo ella conoce y que al parecer es la llave del destino sin vuelta atrás de esa gentuza. Buen asunto, prometedor asunto.
NI UNA PALABRA
Director: Gury Fleder. Guión: Anthony Peckam, Patrick Kelly Smith. Intérpretes: Michael Douglas, Sean Bean, Brittany Murphy, Guy Torry, Jennifer Esposito. Género: thriller. Estados Unidos, 2001. Duración: 120 minutos.
Pero nada de lo mucho que el asunto promete inicialmente se hace materia en la pantalla. Ésta, hacia la mitad del metraje, en un penoso desinflamiento de la inventiva de los guionistas, vira hacia derroteros vulgares y facilones y deja que se seque la jugosidad del enigma y la suspensión de aliento planteados en el arranque. Da la impresión de que los urdidores de la trama recuerdan de pronto que el dueño de la pantalla es un divo -que últimamente incurre en desmedidas aficiones de héroe- llamado Michael Douglas, al que hay que encumbrar hasta hacer de él un modelo de macho todoterreno. Y el buen (y con pinta frágil) médico psiquiatra inicial, en perfecta consonancia con la creciente degradación del viejo juego del thriller en el comercio de Hollywood, resuelve su papeleta no echando mano de Freud sino de Rambo. Y se resuelve con la claridad de las ensaladas de tiros y tortas lo que fue planteado como un oscuro y callado enigma del alma.
La película se hace así insoportable fuente de frustración, porque el esmero del director para crear un clima de enigma mental y un veraz aire de psicothriller deriva hacia una resolución tosca, en las fronteras de lo burdo, o, si se quiere, ya que se tenía entre manos un buen asunto que merecía mejor destino, de lo necio.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 23 de noviembre de 2001