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Crítica:

La luminosa pugna de Cavada

Siete años cumplidos separan esta muestra de Ricardo Cavada de su última incursión individual en la escena madrileña. Un paréntesis, se dirán, considerable, pero que en este caso viene curiosamente a jugar a favor del pintor cántabro. Creador de largo aliento e indagación ensimismada, Cavada (Pontejos, 1954) ha sido un artista de plenitud tardía, lo que le ha llevado a aflorar al fin, justo hacia el umbral del cambio de siglo, entre las figuras de densidad ciertamente estimable en el horizonte actual de nuestras derivas abstractas. De ello había ido dando cuenta la presencia de obras suyas en las ediciones recientes de Arco, testimonios necesariamente fragmentarios y apresurados que sugerían la necesidad de un reencuentro más extenso con el trabajo del artista, como el que permite a la postre la cita que hoy comentamos.

RICARDO CAVADA

Galería May Moré. General Pardiñas, 50. Madrid Hasta el 1 de diciembre

Tercera exposición personal

de Cavada en Madrid -ciudad, conviene recordar, que jugó un papel esencial en la génesis temprana de su andadura- es también, como quiere el dicho, la que va a la vencida. Pues el conjunto de telas y obra sobre papel aquí reunido da, a mi juicio, más que cumplida medida de la talla de pintor alcanzada por el Cavada reciente, así como de la vigorosa dicción de color, o el tan peculiar equilibrio entre virtual inmediatez y sofisticada entraña interior que caracterizan hoy el pulso de su sintaxis. En todo caso, la diáfana transparencia y frescura que asociamos a la percepción de estos trabajos, a su económica decantación de recursos y aparente espontaneidad, esconden sin embargo un proceso genético mucho más enrevesado de lo que cabría inferir.

Parte habitualmente el artista, en la intimidad del estudio, de la exploración sistemática desarrollada sobre una extensa serie de variaciones reiteradas sobre un mismo módulo de reducido formato, verdadero laboratorio experimental del que destilará más tarde, para su reinvención en el lienzo, los hallazgos más felices. Y en esa decantación, la apuesta del artista tiende a privilegiar, para el trasvase al lienzo, precisamente aquellas opciones que mejor preservan, en su tono más puro, la grácil invención que impregna su origen. Surgen así esas composiciones de bandas tan fluidas, entreveradas en ciertos casos por esquemas y articulaciones lineales, donde, ya sea en los bordes de encuentro entre franjas, ya en el diluido arrastre del color, dejan intuir, vislumbrar apenas, el sedimento sumergido de otros estratos interiores. Y en el juego de lo que fluye en superficie y lo que, sepultado, pugna por emerger en fragmentado destello, la pintura de Ricardo Cavada entreteje una compleja trama de polaridades antitéticas, entre tiniebla y luz, pulsión y orden, rastro espectral de la norma y desbocada efusividad.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 25 de noviembre de 2001