El Madrid, por lo menos, y pese a pasarlo mal, ha superado la fase del pánico, la ronda de la Copa a partido único. Ha evitado con dos visitas seguidas a Canarias la eliminación desastrosa y, en un frente más, camina a velocidad de crucero imparable. ¡Uff, qué bien!
Era un campo tan estrecho que los saques de banda se convertían en centros al punto de penalti, tan corto, que los despejes de los porteros con los pies eran pases en profundidad al borde del área; tan extraño con su césped artificial, tan complicado para los no acostumbrados, que regatear era un suicidio, tocar de primera un jaleo. Un futbolín, más o menos. Y en ese escenario tan improbable, en esa minicancha rodeada de pequeñas gradas portátiles, en ese teatro tan alejado de los campos históricos en los que el Madrid ha librado tan duras y victoriosas campañas. Menos mal que Guti le salvó.
Sufrió porque fue un equipo sin una sola idea clara para descifrar el problema, un equipo sin referencia, un puro barullo. Un apaño que apenas si pudo marcar la diferencia en el juego colectivo. Un equipo nuevo, desconocido, con sólo dos de los fijos de los últimos onces (Pavón y Makelele) y con todo el lujo de Zidane, Figo, Helguera y Morientes sentados de entrada en el banquillo. Un equipo que no se conoce. Un equipo que confundía la velocidad con el apresuramiento, el nervio con los nervios, la presión con el agobio, el toque con el tocino.
Sufrió el Madrid también porque el Lanzarote, un equipo pequeño, de los últimos de Segunda B, sabe hacer pocas cosas, pero al menos tiene un par de ideas claras. Jugando a favor de cancha, de ambiente y de deseo de trascender, los jugadores canarios, dirigidos desde el centro por un tal Vladimir y un tal Fali, jugadores que sin moverse tenían tan tomada la medida al campo que sabían poner la pelota donde querían casi con los ojos cerrados, se adueñaron del campo, se situaron en sus marcas y dejaron al Madrid sin espacios.
Cuando se dieron cuenta los del Madrid, tales Celades, McManaman, Geremi o Solari, de que un error en el centro era un balón de ataque claro para los rivales y de que un regate mal hecho dejaba perdidos a sus centrales, ya el Lanzarote les llevaba unos cuerpos de ventaja. Y pese a que el gol de Celades (aprovechando una jugada de Guti, uno de los pocos que tuvo las cosas claras desde el principio) parecía acabar con las congojas, qué va, qué va. Los del Lanzarote no estaban por rendirse tan pronto. Siguieron con sus ideas fijas. Una era la de jugar al toque y rápido, en plan rondo, casi enseñando al Madrid cómo había que descerrajar el partido; la otra era una jugada que repetían sin cesar (pase cruzado al área para la velocidad de los delanteros llegando desde atrás) y que casi siempre tenía éxito, por lo menos para desestabilizar el equilibrio emocional de Pavón y Karanka. Y en una jugada así, la mil veces repetida, llegó el empate. Un auténtico problema se le apareció al Madrid entonces. Sin saber cómo, estaban empatados y lo que es peor, sin saber cómo resolver el problema.
Pero incluso a su pesar, la solución llegó lógica, por su propio peso. Cuando el Lanzarote, esa mezcla de ánimo, fuerza y astucia, se fue quedando sólo en ánimo, ya sin fuerza y la astucia controlada, entonces sí, entonces la clase individual de los jugadores del Madrid acabó imponiéndose.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 29 de noviembre de 2001