La muerte de periodistas en Afganistán vuelve a prestar un halo de heroicidad a un trabajo que es, sobre todo, bastante rutinario y que pasa por sus peores horas. Al periodismo le sigue sobrando retórica. Se repite eso que decía García Márquez de que es el mejor oficio del mundo, pero no se recuerda una sentencia anterior de Ernest Hemingway: es el mejor oficio si se deja a tiempo, cosa que hicieron tanto Hemingway como García Márquez, que fueron periodistas en unos tiempos en los que el oficio aún no había iniciado su descenso a la sima de la precariedad laboral para terminar cayendo en lo más bajo: en manos de niñatos abstemios con pantalones de pinzas y de toda la carne de cañón que las empresas de trabajo temporal estén dispuestas a proporcionar.
Admiro el trabajo de los que llegan a poner su vida en peligro: hace años, muchos, frecuenté esa tribu y nunca tuve claro si el juego consistía en vivir de cerca historias sensacionales o en huir del tedio doméstico. En mi altar profesional tengo mejor situados a los periodistas de las películas: esos seres desastrados, tozudos y algo justicieros que son capaces de desafiar a cualquier poder que se les interponga en la búsqueda de la verdad.
Pero estos tiempos son malos para la ética. No conozco asociación profesional que se tome en serio las normas deontológicas y en este oficio, que siempre fue pobre pero honrado, abundan los que -en contra de todos los preceptos- simultanean el periodismo con los gabinetes de comunicación, pícaras instituciones que son las que terminan marcando las agendas de los medios informativos.
Que no cunda el desánimo: aún sigue habiendo periodistas de película. Conozco unos cuantos. Prefiero no mencionarlos porque la memoria siempre tiende a la injusticia y, además, sus nombres poco pueden decirle al lector: no son famosos. Curiosamente, estos periodistas de mi devoción, tozudos y honestos, florecen en un lugar tan escasamente virtuoso como la ciudad en la que vivo: Marbella.
Todos se han ejercitado -y hasta envejecido- haciendo información sobre los innumerables escándalos que el alcalde Jesús Gil lleva acumulados en los últimos diez años gracias a la pasividad -cuando no a la complicidad- de la Justicia y de las instancias administrativas que podían haberle parado los pies. A cambio, los periodistas han recibido sueldos bastante magros -y eso sólo los más afortunados, los que tienen sueldo fijo- y montones de insultos y amenazas.
Algunos han visto varias veces cómo se repartían miles de panfletos por toda la ciudad en los que se lanzaban infundios sobre sus vidas privadas y todos -individual o colectivamente- han sido insultados en las conferencias de prensa. El repertorio es fuerte, pero escasamente ingenioso y variado: "puta", "maricón"... Sólo una vez, en diez años, una organización profesional se ha solidarizado con los periodistas marbellíes. Hartos, hace varias semanas optaron por abandonar las conferencias de prensa en cuanto escuchasen el primer insulto.
"Os odio", les repite Gil emberrenchinado. Después de diez años sigue sin entender la lección que los periodistas le han ofrecido gratis: no todo está a la venta en Marbella.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 30 de noviembre de 2001