Cerca de 300.000 hogares catalanes habitados por 668.000 personas -el 11% de la población- están en situación de pobreza ya que ingresan menos de 526.000 pesetas anuales por persona. Un total de 250.000 de ellas viven en condiciones de extrema pobreza, lo que significa que no disponen de más de 40.000 pesetas al mes. Un informe de la Fundación Un Sol Món, de Caixa Catalunya, descubre que la pobreza tiene cara de mujer sin pareja, pensionista y mayor de 65 años.
La década de los noventa no ha sido tan opulenta como pueda parecer. Se ha creado una bolsa de pobreza de caracter estructural, por tratarse en la mayoría de los casos de personas que están al margen del mercado laboral y con un bajísimo nivel de instrucción que impide su reinserción laboral. Uno de los rasgos más preocupantes es que un total de 100.000 niños que carecen de lo más necesario pueden perpetuar en el futuro la exclusión social que sufren actualmente sus padres.
El informe La pobreza en Cataluña, realizado por un equipo de profesores de la Universidad Autónoma de Barcelona bajo la dirección del catedrático de Economía Aplicada Josep Oliver, se basa en los datos del padrón de 1996, por lo que tal vez no refleja suficientemente la creciente presencia de inmigrantes que han llegado en estos últimos años. No obstante, sus autores consideran que la realidad no ha variado sustancialmente desde entonces. Oliver incluso augura menos incidencia de la pobreza en los recién llegados de lo que podría parecer, por considerar que este colectivo "tiene unas ansias de salir a flote que facilita la integración laboral".
El gasto medio por familia y año en Cataluña era en 1996 de 1.492.000 pesetas. El estudio establece la línea de la pobreza en 526.000 pesetas por persona al año, cifra que en 1996 no alcanzaban 668.000 personas. De estas, 250.000 viven en el umbral de la pobreza extrema, que se sitúa en un gasto de 366.000 pesetas por persona y año, por debajo del cual se considera que incluso se padece hambre.
Mujeres de más de 65 años
Si a finales de los ochenta los hogares pobres estaban dirigidos por parados o personas inactivas con un bajo nivel educativo, en los noventa el perfil de la pobreza es el de una mujer, un pensionista, un parado o alguien que carece de estudios para un mercado laboral cada vez más exigente con el nivel de preparación de sus empleados. En el 59% de los casos el jefe de familia tiene más de 65 años, y en el 58%, es una mujer. Dos terceras partes de estos hogares están encabezados por una persona sin pareja. En 1996, en Cataluña había 117.000 hogares pobres, en los que vivían mujeres de más de 65 años sin pareja.
Otra de las características de los pobres de los noventa es el silencio con que sobrellevan su situación. En épocas boyantes, de gran consumo, no está bien visto mostrar un universo de privaciones. "No hay manifestaciones de pobres", señaló Oliver para ejemplificar su afirmación.
La ancianidad sigue estrechamente asociada a la pobreza. Un dato sorprendente es constatar el elevado número de familias -más de una tercera parte de los hogares más pobres- en las que los cabezas de familia son ancianos con edades entre 75 y 84 años. Las viudas con pensiones muy bajas se encuentran entre los más necesitados con problemas de subsistencia. La cortedad de las pensiones que perciben los contribuyentes al jubilarse tiene mucho que ver con las estrecheces que se ven obligados a soportar en la última etapa de la vida. Las perspectivas de futuro no son para ellos muy alentadoras, según los autores del trabajo, teniendo en cuenta que nos encontramos en una fase de contención del gasto público en el que no se vislumbran aumentos de sus retribuciones a corto o medio plazo.
El equipo de investigadores que ha realizado el informe apunta tres líneas de actuación posible para atajar como mínimo las situaciones de más riesgo que tienen como destinatarios a los más de 100.000 niños a quienes fomentar la educación parece la forma más eficaz de romper el círculo vicioso que perpetúe las ínfimas condiciones de su existencia.
Para las personas entre 20 y 65 años sería necesario mejorar los procesos de formación para integrarlos en el mercado laboral y finalmente para los mayores de 65 años cualquier mejora seguramente tendrá que ver con destinarles rentas mínimas de inserción que les permita vivir con la dignidad que, según Oliver, cabría esperar de una sociedad como la nuestra, que en los últimos años ha experimentado grandes mejoras pero que en la década de 1990 vio como quedaban excluido un mayor número de personas, por lo que se aumentaban las diferencias respecto a la sociedad de 1970 y 1980.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 30 de noviembre de 2001