La tentación de titular a este papel La lata de la Rahola ha existido, no ha sido muy fuerte, pero ahí estaba, bien viva, sobre todo por la facilidad del camino que señalaba. Pero hubiera sido un pésimo comienzo, una contribución al circo mediático basado en el grito que no se escucha. Pero además no hubiera sido una buena aproximación a la realidad, porque no sería un trato justo. Pilar Rahola no es ninguna lata. Nadie lo es, incluso quienes hacen posible espectáculos tan degradantes como Moros y cristianos. En la medida en que existe en nosotros la necesidad de proyectarnos en los demás, de hacernos oír, eso nunca puede ser una lata. Esta necesidad humana tiene un nombre. Se llama trascender y todo el cuerpo central del pensamiento contemporáneo que tiene a la persona como eje, de Mounier a Lavinas pasando por Marcel, se fundamenta en el reconocimiento de esa necesidad. Pero trascender significa "ir más allá" o, literalmente, "ascender más allá", y en el final de ese ascenso está Dios. Por tanto, lo que impele a Rahola, a mí y a tantos otros a escribir, a hablarnos y por tanto a que nos escuchen, porque la soledad es peor que la muerte, es lo que conduce en ultimo término a Dios. Él es el horizonte de sentido de nuestra necesidad de ser escuchados.
Por escribir en estos términos y otros parecidos, Pilar Rahola [véase EL PAÍS del 3 de noviembre] me descalifica como persona, me llama en estas páginas "obtuso, usurpador, cruzado", entre otros detalles de respeto. La única razón de tanta agresividad y deformación de los hechos es simplemente que no pensamos igual y, según Rahola, esto ya confiere el carácter de peligroso. Es una curiosa manera de defender la libertad individual por la que tanto clama. Su exabrupto es paradójico: nos acusan a los creyentes de ser intolerantes y contrarios a la libertad, cuando resulta que a la hora de la verdad son nuestros acusadores quienes pretenden negarnos el derecho fundamental a la libertad de conciencia y a la libre expresión de nuestras ideas. Nunca se me ha ocurrido argumentar que quienes no tienen religión o proclaman su ateísmo entrañen un peligro, aunque el siglo XX es el periodo de mayores masacres realizadas en nombre de la laicidad ideológica y la supremacía del Estado. Rahola en su discurso defiende la libertad restringida a "los míos", lo que la convierte en una simple parodia. Si tan republicana se considera, podría comenzar por asumir a Voltaire, quien afirmaba que cada uno debe defender sus ideas aceptando que el otro puede tener razón. Quien descalifica a bulto, quien niega el derecho elemental de "asomar la oreja en público y sobre todo permitir que intervenga en lo público", como dice Rahola, por el simple hecho de escribir sobre el Dios de los cristianos, demuestra que sus ganas de dañar son superiores a su capacidad de razonar. Esta forma de proceder se llama intolerancia y entraña un grave peligro para la sociedad convivencial, para la sociedad surgida del pacto constitucional.
Rahola todavía no ha entendido que la laicidad no es un estadio superior de la conciencia humana, sino simplemente una de las opciones posibles, en un Estado aconfesional como el nuestro que confiere al hecho religioso reconocimiento y trato positivo. Por eso y por respeto a la diferencia y al pluralismo, ha de aprender a convivir sin agresiones verbales ni descalificaciones de las personas que piensan distinto, de las gentes que concebimos el sentido del mundo y de la historia en términos religiosos.
Pilar Rahola parece descubrirme ahora. Es una actitud original después de tantos años. Soy el mismo a quien ella, en su día, pidió consejo para tomar una decisión importante: la de si abandonaba el entorno convergente y asumía el riesgo de presentarse a las elecciones por Esquerra Republicana. Si entonces valoró mi criterio tanto como para reclamarlo, ¿qué ha cambiado? Yo soy el mismo. Entonces ¿por qué ahora me descalifica? ¿Quizá porque hablo de Dios? Las razones que entonces le di, que ahuyentara todo temor a las consecuencias e hiciese lo que su conciencia le dictaba, son las mismas por las cuales yo escribo lo que escribo, y que ella debería respetar como ejercicio de mi libertad, en lugar de acudir al exabrupto, que además es inútil porque a mí no me daña y a ella la descalifica. Lo que irrita a Rahola, lo suficiente como para invertir 6.000 espacios, es que escriba sobre Dios. Es Él, más que yo, contra quien arremete, sin la menor posibilidad de triunfo, porque su propio exceso es el negativo de la pasión por Dios. ¿Acaso alguien clama arrebato ante un hecho inane? Tanto tiempo anunciando la muerte de Dios y resulta que despierta las mismas pasiones de siempre.
Rahola tiene razón cuando afirma que Dios es una lata. Lo es por lo que decía al inicio, porque constituye la llamada que nos empuja a salir de nosotros mismos, aunque no queramos. Es el ansia de infinito nunca satisfecha, hasta darnos de bruces con Él. Dios es una lata porque sólo es accesible desde la humildad y eso necesariamente irrita al orgulloso, al que va sobrado, como el rey -la reina en este caso- desnudo del cuento, que aún no ha reparado en sus limitaciones y fracasos, que le recomiendan el acceso acelerado a la virtud de la humildad por un elemental sentido de prudencia. Dios es una lata porque en la relación con Él, esto es el sentido religioso, es donde se forja la conciencia personal, el fundamento ético del Estado y el horizonte de sentido de la democracia, como han explicado Masaryk y Havel. Y esto es así porque la cuestión religiosa en nuestro tiempo es el problema del sentido de la vida para cada uno de nosotros, al que nadie puede dar respuesta si no es uno mismo. Y en la construcción de la respuesta se forja la conciencia, libre de la intromisión del Estado, de toda ideología. Por eso es una lata. A más concepción totalitaria, más lata es Dios y su forja de conciencias.
Josep Miró i Ardèvol es concejal de CiU en el Ayuntamiento de Barcelona.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 30 de noviembre de 2001