Decididamente, José María Aznar no ha leído las voluminosas pero formidables Memorias de guerra de Winston Churchill, y ello a pesar de que acaban de ser reeditadas en castellano con prólogo nada menos que de Pedro J. Ramírez. No las ha leído o, en todo caso, no ha hecho suya la moraleja que el viejo estadista británico puso en la cabecera de la obra: "En la derrota, altivez. En la guerra, resolución. En la victoria, magnanimidad. En la paz, buena voluntad". Por ahora, las guerras del presidente han sido sólo sufragáneas y de boquilla, la paz le ha resultado inalcanzable y, en cuanto a las derrotas, éstas fueron leves y quedan ya lejanas, de modo que podemos juzgarle sobre todo por su administración de las victorias; una administración que, tanto en los pequeños como en los grandes triunfos, ha estado inspirada por la mezquindad.
Así, por ejemplo, que después de haber alcanzado la presidencia de la Internacional Demócrata de Centro (antes, Demócrata Cristiana) con métodos de parvenu rico, arrollando en su camino a gentes de acrisolado historial, haciendo mangas y capirotes doctrinales y reemplazando el pedigrí por la chequera, que después de ese carrerón Aznar aprovechase su primera comparecencia pública para seguir destilando inquina contra el Partido Nacionalista Vasco y acusarle de legitimar a ETA, eso no tuvo nada de magnánimo. Pero fue también una anécdota ilustrativa del entero talante aznarista: de la concepción que el Gobierno del PP tiene de su propia mayoría absoluta como sinónimo de verdad absoluta, y del uso que le está dando como apisonadora de nacionalismos periféricos.
Para no repetirme más de lo preciso, me limitaré a recordar cuál ha sido, en lo que llevamos de legislatura, la política gubernamental de provisión de cargos de altísimo contenido simbólico, de esos que, en cualquier Estado europeo, exigirían a su titular estar por encima de cualquier sospecha de sectarismo o parcialidad. Como Defensor del Pueblo, se eligió a un Enrique Múgica Herzog que, para ejercer como tal, creyó obligado devolver el carné del PSOE, pero no renunciar ni poner sordina a su fobia anti-PNV.
Como director del Instituto Cervantes fue designado Jon Juaristi, el cual, tal vez para hacerse perdonar su juvenil militancia en ETA, ha convertido la execración de algunos nacionalismos -de algunos, no de todos- en profesión y programa de vida. Al frente del Tribunal Constitucional ha sido puesto un Manuel Jiménez de Parga aquejado de incontinencia verbal que se estrenó con una gratuita andanada -contra "los lehendakaris de Oklahoma y los autonomistas de California"- y una curiosa receta: "hay que tener conciencia nacional". Por último, el Foro de la Inmigración será presidido por Mikel Azurmendi, otro ex etarra -¡líbranos, Señor, de la fe de los conversos!- de cuyo debut recojo dos ideas: que los gravísimos sucesos del año pasado en El Ejido no fueron nada, "una pataleta", y que, aquí, el único racista de verdad es Arzalluz...
Naturalmente, los nombramientos citados no han sido más que manifestaciones concretas y sectoriales de un fenómeno mucho más amplio, del giro ideológico-político-legislativo con el que, desde marzo de 2000, el Partido Popular y su líder se proponen entrar en la historia de España con un capítulo propio, corrigiendo los excesos y desmanes de la transición. Ahora bien, mientras quienes denunciaban ese giro, esa involución, esa cruzada se adscribían a Esquerra Republicana, o a CiU -éstos, en plena esquizofrenia- o eran identificables con el nacionalismo en general, pudo parecer que el suyo era el disco rayado de siempre, el viejo victimismo, la sempiterna búsqueda del enemigo exterior.
Por fortuna, las cosas están cambiando. Ahora, quien protesta por la "etapa de regresión autonómica" en curso y atribuye al Gobierno la intención de "renacionalizar competencias" es nada menos que el Consejo Territorial del PSOE, en su reunión del pasado día 22. Y es el secretario de Política Autonómica de ese partido, Juan Fernando López Aguilar, el que acusa al PP de no entender ni compartir la España de las Autonomías, de limitarse a soportarla. Y alguien como Jordi Solé Tura -a quien difícilmente podría acusarse de criptopujolismo, ni de menosprecio a la Constitución- no duda en describir (véase EL PAÍS del pasado sábado) esa zarandaja del "patriotismo constitucional" como "una andanada contra los nacionalismos de Cataluña y Euskadi", al tiempo que desenmascara la voluntad del PP de "liderar con su propuesta un frente amplio que ponga a ambos nacionalismos contra la pared".
Lo que el nuevo discurso socialista contenga de mera táctica y lo que haya en él de convicción estratégica profunda, el tiempo lo discernirá. Cuando el PSOE lleva ya casi seis años fuera del Poder con mayúscula y los sondeos le siguen situando casi 10 puntos por debajo del PP, pero al mismo tiempo gobierna en cinco comunidades que, por esta simple razón, sufren la hostilidad y el acoso de la Administración del Estado, entonces es fácil hacerse federalista y denostar el centralismo. Pero, ¿qué ocurriría si las encuestas señalasen un empate, o si el PSOE regresara al Gobierno en las condiciones de la década 1982-1993? Incluso hoy, el federalismo asimétrico asusta a muchos socialistas españoles, y las tesis de Maragall han sufrido, antes de ser aceptadas, considerables tijeretazos. Aun así, el giro federal-maragallista del PSOE es importante como anticuerpo en el terreno del debate público, allí donde se modela la opinión. Porque la regresión autonómica que el PP promueve no es sólo jurídica, es también cultural, de mentalidades; pero mientras las leyes se derogan con una mayoría alternativa, las culturas políticas y los imaginarios colectivos evolucionan despacio, y es ahí donde la impronta del aznarismo podría, si no encuentra un freno, ser más devastadora.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 30 de noviembre de 2001