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Un puesto para un científico

Más de cinco años al frente del Museo del Prado y más de 25 dedicado intensamente a la Historia del Arte me confieren una perspectiva suficiente para la comprensión de la sutil naturaleza de una institución como la mencionada. Es claro, por tanto, que para su gobierno son imprescindibles no sólo amplios conocimientos profesionales, sino una sensibilidad aguda hacia un cierto tipo de realidades más intangibles, como son las de tipo cultural.

Igualmente, como en cualquier museo, es muy importante tener claras las metas a conseguir, poseer un plan director que lo conduzca hacia su deseable renovación en estos momentos decisivos de su ampliación.

Precisamente, fue la aplicación de esta sensibilidad cultural, histórica y artística lo que se realizó con el plan director o Plan Museográfico de 1997, que sacó al museo del atolladero en que entonces se encontraba y que hizo declarar desierta la primera convocatoria del proyecto de ampliación. El trabajo, duro e intenso, de esta primera etapa de mi dirección dio resultados satisfactorios por los que, por fin, el museo poseía una línea marcada tanto en lo que se refiere a la exposición de su colección como en lo que respecta a su gestión cultural, científica y administrativa. La tarea que queda por hacer tiene ya unas líneas generales, y algunas particulares, bien definidas.

Pero para que ello pueda ser llevado a buen puerto es necesario no olvidar el carácter eminentemente cultural, científico y de servicio público que el Prado, como museo estatal y nacional, no debe nunca perder. La dirección del museo, que nunca debe confundirse con su presidencia, ha de tener estos objetivos prioritarios, y para ello, lógicamente, necesita ser ocupada por un científico de amplia y consolidada trayectoria.

La no confusión entre director y presidente ha de ser clara y nítida no sólo para el correcto funcionamiento del museo, sino para evitar un mal endémico del Prado como es el de la politización. La gestión cultural, los criterios de conservación y el sentido que debe darse a la exposición de unas colecciones tan importantes no sólo para la historia de España, sino para la sensibilidad universal, no pueden concebirse como instrumento de la política de un Gobierno o de un Estado. Ésta es una de las razones, precisamente, del éxito de instituciones como la National Gallery de Londres o el Metropolitan Museum de Nueva York: un equipo científico de primera categoría y una independencia efectiva y real de los poderes públicos. Éstos han sido los rasgos que han presidido los años de mi dirección y que se ven seriamente comprometidos en estos momentos. El Plan Museográfico de 1997, la impresionante obra de las cubiertas (1996-1999), la ordenación total de la colección durante estos mismos años (sólo en 1999, en plenas obras, se produjeron 6.000 movimientos internos de obras de arte sin que el museo fuera cerrado al público en ninguna ocasión), la llegada de un amplio y brillante equipo de conservadores-historiadores, la realización de un número muy elevado de exposiciones temporales (Felipe II, Caravaggio, Los cinco sentidos y el arte, Las colecciones de piedras duras, Los niños de Murillo, etcétera), la apertura de unas amplias relaciones internacionales, una enorme serie de publicaciones científicas y divulgativas, etcétera, todo ello unido al continuo seguimiento del magnífico y complicado proyecto de ampliación diseñado por Moneo, constituyen un haber objetivo en la historia de este museo, en el que he dejado, con gran satisfacción, más de cinco años de mi vida y lo mejor de mis conocimientos.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 30 de noviembre de 2001