Los jóvenes universitarios que se manifiestan estos días en contra del proyecto de Ley Orgánica de Universidades afirman en sus pancartas que "Otra universidad es posible". Pero en sus protestas suena más fuerte el rechazo del proyecto ministerial que las propuestas alternativas. Por eso la ministra de Educación y los voceros del Partido Popular se quejan de que los estudiantes no conocen el texto de la ley contra la que se rebelan. Para remediar esa ignorancia se han apresurado a difundir los aspectos que consideran más sobresalientes del proyecto, utilizando todos los recursos a su alcance, incluida una carta abierta de la ministra a la comunidad universitaria, tan políticamente correcta que no parece de este mundo. Pero el problema no es que no conozcan el contenido de la LOU los estudiantes, es que no lo conoce casi nadie, porque hasta que ellos han levantado la voz de la protesta en la calle, el proyecto de ley parecía clandestino: ha pasado por el Parlamento a toda velocidad y nunca nadie ha explicado por qué tanta prisa y por qué tantas incongruencias y meteduras de pata en este desdichado asunto. Así que ahora no sólo no se sabe qué pretende el Gobierno, sino que tampoco se conocen las alternativas disponibles. Pero la ministra de Educación no debería quejarse: ella es la responsable del desaguisado.
En efecto, ella es quien ha menospreciado a la Conferencia de Rectores y sus propuestas de debate en torno al Informe Universidad 2000. Ha hurtado el debate de su propio proyecto de ley en el Consejo de Universidades. Ha humillado a los rectores y a los claustros universitarios, legítimamente constituidos, pretendiendo su cese fulminante. Ha impedido un debate parlamentario sosegado y profundo. Ha privado, en fin, a este país de todos los recursos disponibles en una democracia representativa para que el público sepa a qué atenerse en relación con un proyecto legislativo. El resultado estaba cantado: los gritos de la calle son el eco de los silencios y los ruidos incomprensibles de las instituciones democráticas.
¿Por qué tantas prisas? ¿Por qué tanta beligerancia?
Si bien se mira, el proyecto del Gobierno no es, en su contenido literal, tan diabólicamente malo como podría sospecharse a la luz de las protestas estudiantiles. En realidad, la ley tiene algunas cosas buenas y otras que serían fácilmente mejorables. Por ejemplo, supone una apuesta, que quiero creer que es sincera, por la evaluación de la calidad de la enseñanza universitaria, por racionalizar el sistema de gobierno de las universidades públicas y por regular en alguna medida el caos que puede producir la proliferación de universidades privadas. En todos estos puntos hay aparentemente buenas intenciones y algunas propuestas razonables, aunque también algunos errores de bulto que podrían subsanarse en un clima de diálogo propicio para la discusión racional y el consenso democrático.
Pero hay otros aspectos de la ley que habría que cambiar de forma radical. El sistema de selección del profesorado que propugna, con la pretensión de acabar con la nefanda "endogamia" universitaria, es, en el mejor de los casos, un brindis al sol, y en el peor, un fraude a la opinión pública parecido al de la cacareada y engañosa supresión de la selectividad. Si se analiza bien, es fácil advertir que la fórmula propuesta es un híbrido de conservadurismo académico, alentado por la nostalgia de un pasado que representa una de las épocas más negras de la historia universitaria de este país, y de oportunismo político, que obliga a abrir una vía de alivio para el rígido sistema funcionarial que finalmente permitirá que cada universidad organice su plantilla de profesorado como quiera y que las comunidades autónomas que estén dispuestas a ello puedan organizar su propio sistema de profesorado vía contratos laborales. Para ese viaje no se necesitaban tales alforjas. Puestos a abrir aliviaderos, las propuestas que hace la oposición parlamentaria son mucho más sensatas y coherentes, menos demagógicas y menos arriesgadas para la estabilidad de la institución.
Sin embargo, lo más digno de resaltar de esta ley no es lo que dice, sino lo que brilla en ella por su ausencia: el problema de la financiación y el respeto a la autonomía universitaria.
Desde luego, se ha dicho hasta la saciedad que la financiación de las universidades no es un asunto que pueda ni deba resolverse con una ley del Estado. Es posible, pero sería una lástima. Porque, se diga lo que se diga, el primer problema y el más fundamental que tiene el sistema universitario español es que está infradotado de recursos económicos en relación con los países del entorno europeo: seguimos siendo, desde hace años, uno de los países que menos recursos dedica por alumno universitario, y el que menos dinero público dedica a ayudas directas a los estudiantes. Si el Estado no puede hacer nada para mejorar esto, entonces, ¿para qué queremos el Estado?
Hay otros puntos en la ley que constituyen verdaderas bombas de relojería contra la autonomía universitaria. Por una parte está el aparentemente hiperdemocrático sistema de elección del rector por sufragio universal ponderado. ¿Alguien conoce otra forma mejor de entregar a las organizaciones políticas el control y la gestión del proceso electoral en las universidades públicas? La justificación podría ser que de esta forma se depura el carácter democrático de tal proceso. Pero no es cierto. Sólo en los regímenes dictatoriales se ven los campus universitarios abocados a convertirse en campos de batalla política. En sistemas democráticos normalizados como el que se supone que tenemos en España, la politización partidista de las universidades es una aberración. No porque los partidos no sean legítimos instrumentos para la política democrática, sino porque las universidades no son el escenario adecuado para representar esa función. Por otra parte, el barroco diseño del Consejo Social, como órgano de control y en parte de gestión de la Universidad, junto con el espíritu ordenancista que rebosa por todo el articulado, hace pensar que estamos ante un último, glorioso intento de preservar en España el modelo tradicional de universidad, atornillada a las estructuras de la Administración pública como un sidecar a la moto que le guía e impulsa, un modelo del que lentamente se ha ido alejando la Universidad española desde 1983 y que está siendo revisado y abandonado por todo el mundo a nuestro alrededor.
Pero lo peor de esta ley no es ni lo que tiene de manifiestamente mejorable ni lo que es irrecupe-rable (por inservible o por ausente) de su contenido. Lo peor no es el cuerpo de esta ley, lo peor es su alma. ¿Por qué tiene el Gobierno tanto interés en sacar adelante su proyecto en contra de toda la comunidad universitaria si ha tenido en sus manos la posibilidad de sacarla con el apoyo mayoritario de ésta? Después de muchas cavilaciones he llegado a una conclusión que me parece insoslayable: el problema de esta ley es que no tiene alma. No tiene objetivo, no tiene una concepción que justifique su puesta en marcha y sobre todo no tiene ninguna razón a su favor que justifique por qué debe tramitarse a matacaballo, de espaldas a la sociedad, en contra de todo el mundo, para nada. Esta ley es solamente lo que parece ser: una provocación. Un imprudente gesto de autoritarismo sin sentido, sin otra finalidad que su nuda consumación, sin otra justificación que la de la ostentación del poder.
Y ante una provocación, ¿qué se puede hacer? En primer lugar, votos para que las algaradas ca-llejeras no den lugar a una espiral de nuevas provocaciones. Y después, confiar, si no en la racionalidad y en la prudencia de nuestros gobernantes, al menos sí en su instinto de conservación. A veces es preferible creer en los milagros y esperar, por ejemplo, que frente a todo pronóstico, el Gobierno acepte, en esta ocasión, la mano tendida de la oposición parlamentaria y de la parte más razonable de la comunidad uni-versitaria. Y mientras tanto, recordar que hemos sobrevivido a épocas peores. Parafraseando al rector de Salamanca en la reciente inauguración del curso académico: la historia recuerda los nombres de los universitarios a los que el poder político ha denigrado o perseguido, pero no recuerda, sino con desprecio, los de los responsables políticos de aquellas vejaciones.
Miguel A. Quintanilla es catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Salamanca.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 30 de noviembre de 2001