"dentro de tres poemas me iré,
¿quién golpea la puerta?
los siglos por venir ruedan abajo
de los diez dedos de mis pies"
Juan Gelman, Constancias
La historia es eso que va pasando, mientras los filósofos se preguntan qué es la historia, podríamos afirmar, parafraseando al clásico. Escrutar su sentido, analizar sus acontecimientos en busca de alguna modalidad de orden subyacente, fue, desde antiguo, tarea prioritaria para filósofos, quienes, más allá de sus diferencias, compartían un supuesto básico que se ha mantenido apenas cuestionado hasta épocas recientes y cuya formulación de mínimos bien pudiera ser ésta: el pasado es un territorio que nos concierne. Últimamente, sin embargo, la relación con ese pasado parece haber cambiado de signo. Por un cúmulo de razones que no hace ahora al caso reconstruir, la sensación que se extiende en nuestra sociedad como mancha de aceite es la de que la querencia por el conocimiento de lo que hubo, el interés por encontrar en lo sucedido elementos útiles para nuestra inagotable confrontación con el presente, han caído en desuso. El nuevo lugar común es que vivimos en una época que se desentiende del pasado, extasiada en la contemplación del ombligo de su propia actualidad. Así, por todas partes se nos reitera, como si de un dato de hecho se tratara, que la conciencia que tenemos de nuestro propio tiempo es ahistórica porque está centrada exclusivamente en el presente más inmediato.
¿Son las cosas, efectivamente, así? ¿Es el rasgo más distintivo de nuestro hoy ese supuesto desinterés hacia todo lo que tenga que ver con el pasado y -añadamos- la memoria? ¿O tal vez fuera mejor hablar de un cambio, de una transformación, en nuestra manera de relacionarnos con ambas? Si pensamos en los últimos meses, en la concreta situación abierta en el mundo tras el atentado a las Torres Gemelas (y el subsiguiente inicio de la guerra en Afganistán), el lugar común parecería cargado de razón. La experiencia, en efecto, fue de tal magnitud, el horror tan desmesurado, que no ha podido por menos que afectar a nuestra percepción de todo lo anterior: de ahí la tentación de hablar como si el mundo no hubiera existido antes del 11 de septiembre. Pero si decidimos poner a prueba la hipótesis en otro territorio y nos vamos al ejemplo, sólo en apariencia más ligero, de los medios de comunicación, la respuesta a las anteriores preguntas parece cambiar de signo: a poco que se examine con atención el funcionamiento de nuestro entorno se comprueba hasta qué punto prensa, radio, televisión -esto es, los instrumentos a través de los cuales el hombre contemporáneo obtiene noticia (e interpretación) de cuanto ocurre a su alrededor- están en un cierto sentido cada vez más volcados hacia el pasado. La historia de la cultura se ha convertido en un auténtico depósito del que se nutren las páginas culturales de los diarios y semanarios, las editoriales que publican libros que se venden en los quioscos para no dejar de proponer nuevas colecciones a bajo precio, las administraciones públicas a la hora de organizar grandes exposiciones, etcétera. Pero tal vez donde con más claridad se perciba la consolidación del proceso sea en los medios audiovisuales y, en concreto, en el lugar que ocupa en la televisión la historia de las artes. Tanto las plataformas digitales como la televisión por cable han dado lugar a una espectacular multiplicación de las cadenas (y a la aparición de canales temáticos), con el consiguiente aumento de las horas de emisión. Ello está obligando, en concreto, a que la televisión represente casi continuamente, como única forma de cubrir tan desmesurada programación, toda la historia del cine.
Este permanente retorno del pasado genera, por lo pronto, un primer efecto sobre nuestra forma tradicional de relacionarnos con lo ocurrido. La memoria, con tanta repetición, va perdiendo su aura. A dicha pérdida han contribuido otros factores, en cierto modo complementarios del anterior, pero asimismo relevantes. El desarrollo tecnológico está permitiendo una renovación de los soportes materiales (en cine, a través del DVD; en música, a través de la remasterización de antiguas grabaciones; en fotografía, a través de la digitalización de la imagen...), de tal manera que ha desaparecido de la concreta realidad de los objetos toda huella temporal. Las modernas técnicas limpian de tiempo nuestros recuerdos, los desactivan a base de hacerlos indiferenciables de los objetos del presente. Ese tiempo que se había posado, como una fina capa de polvo, sobre nuestros recuerdos, cubriéndolos con una pátina de melancolía, de pronto ha desaparecido. El soporte no deja rastro alguno de memoria. El dictum de Yourcenar ("el tiempo, ese gran escultor") ha sido puesto en cuestión. Si a esto se le une el dato de que la propia moda se ha convertido en una poderosa industria generadora de unas permanentes necesidades de consumo imposibles de ser satisfechas con novedades, el resultado poco menos que inevitable es ese constante revival de viejas propuestas estéticas que termina por confundir las edades y los tiempos. Desaparecido el sepia de las antiguas imágenes, desvinculadas las apariencias de un concreto momento (porque aquello estuvo de moda tantas veces...), se comprende el estupor de la pregunta: "Pero... ¿de cuándo es esta foto?".
El alcance del cambio va mucho más allá del mero hecho de que el pasado haya adquirido una nueva coloración: el cambio afecta, si se puede hablar así, a su propia naturaleza. Que todo se represente una y otra vez, que en cierto sentido nada desaparezca por completo, impide seguir pensando en el pasado de la misma manera que antaño. Este pasado sin pátina, sin aura, termina siendo no un pasado-pasado (esto es, abandonado, superado), sino una modalidad, apenas levemente anacrónica, del presente. Pero, al propio tiempo, la masiva incorporación del pasado al presente está provocando también que cambie nuestra experiencia de este último. Repárese, a título de indicio, en el retroceso de aquella exaltación del instante, del famoso aquí y ahora, tan característica de ciertos discursos de hace unos años. Lo dominante en su lugar ha pasado a ser la expectativa de que de todo cuanto importante ocurre a nuestro alrededor queda constancia, todo se repite, luego, todo puede volverse a ver una y otra vez, lo que vacía en gran medida de intensidad la experiencia viva, experiencia viva que tiende a ser identificada con lo máximamente efímero, con lo fugaz por excelencia.
Lo ocurrido, pues, ya no desaparece (en realidad, el pasado cada vez desaparece menos), ya no se desvanece en el aire, sino que, por el contrario, se queda ahí, en ocasiones incluso a nuestra disposición para que podamos contemplarlo cuando nos plazca. La perseverancia -cuando no el deleite- con que los medios de comunicación vuelven una y otra vez sobre lo que acaba de suceder no sólo es que nos permita una digestión lenta, reposada, tranquila, de la experiencia: es que nos acostumbra a ella. Tanto es así, que para lo que finalmente hemos terminado deviniendo torpes hasta el límite de la atrofia es para vivir las experiencias cuando efectivamente se están produciendo. Pero que no se piense que hemos llegado a esta conclusión siguiendo en exclusiva el rastro de los ejemplos que nos convenían. Los propios acontecimientos de Nueva York, lejos de refutar las ideas expuestas, como en un primer momento podía parecer, probablemente constituyan una de sus mejores ilustraciones. Bastará con recordar las reacciones de locutores y comentaristas en el momento de los hechos, el apresuramiento con el que se iban agarrando, como si de un clavo ardiendo se tratara, a las primeras ideas que se formulaban, como si experimentaran un claro alivio por empezar a entender algo. Agarraderas para ahuyentar el estupor, para no continuar experimentando la sensación, por lo visto insoportable, de estar viviendo demasiada vida de una sola vez. (Aunque, eso sí, una vez digeridos, también dichos acontecimientos han recibido el mismo tratamiento que cualesquiera otros del mismo rango: han sido repetidos hasta la extenuación del espectador).
Acaso todo esto venga a significar, ahora sí, el golpe de gracia a la idea de continuidad y, más allá, a la de progreso en la historia. La imposibilidad definitiva de pensar la historia como un curso unitario no habría surgido de la crisis del colonialismo y del imperialismo europeo, como tantas veces se ha dicho. Tampoco habría sido el resultado inexorable del nacimiento de los medios de comunicación de masas, con su disolución de los puntos de vista centrales, con la explosión y multiplicación generalizada de las visiones del mundo (a la que se ha referido Gianni Vattimo en su libro La sociedad transparente). A estos episodios -y a algunos más- ha sido capaz de sobrevivir, mal que bien, el proyecto moderno, basado en definitiva en la esperanza de poder representar el dibujo de la historia en un solo trazo. Empieza a resultar dudoso que pueda sobrevivir a esta otra situación. Al hecho de que nada se deja atrás. Al de que todo permanezca siempre presente. Al de que nada desaparezca. Ni siquiera el post conserva valor alguno, en la medida en que -ahora lo vemos con diáfana claridad- es la expresión reprimida, vergonzante, de la misma lógica (del avance continuo). Lo que en su momento alguien dio en llamar "el imperio de lo efímero" tiene, como paradójica contrapartida, el hecho de que nada es definitivamente viejo. El desafío que esta situación nos plantea es el de cómo hacer para que este presente enorme, desproporcionado, elefantiásico, que crece sin cesar ante nuestros ojos, acumulando espantos y desmanes, no se constituya en un obstáculo insalvable, cómo hacer para que no tapone, de manera definitiva, el fluir de la humanidad en pos de sus sueños aplazados.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 30 de noviembre de 2001