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Editorial:

Terror en el fuerte

La confusión rodea algunos de los hechos acaecidos en la fortaleza de Qala-i-Janghi, en las afueras de la ciudad afgana de Mazar-i-Sharif. Pero una realidad inapelable es la muerte en tres días de motín de entre 500 y 600 prisioneros, la mayoría mercenarios integristas llegados en socorro de los talibanes y procedentes de Pakistán, Chechenia o países árabes. Los cautivos eran parte de los casi seis mil capturados tras la caída de la estratégica Mazar-i-Sharif.

Amnistía Internacional ha pedido investigar lo ocurrido ante los más que inquietantes indicios. No hay motivo para poner en duda la versión de que hubo una insurrección de los presos -combatientes curtidos y fanáticos-, que se habrían apoderado de armas de sus vigilantes y reiniciado la lucha; parece que entre 30 y 40 de los guardianes habrían muerto en los combates, además de un agente de la CIA, primera baja reconocida por EE UU en acto de guerra. Pero periodistas occidentales han podido ver en Qala-i-Janghi cadáveres de algunos mercenarios maniatados a la espalda. Y cabe preguntarse si es proporcionada una respuesta con cazabombarderos a una rebelión en un fuerte.

La guerra tiene unas leyes mínimas, que, entre otras cosas, prohíben las carnicerías premeditadas; también la de Afganistán, emprendida para liquidar un santuario del terrorismo internacional. Y no es la primera vez en las últimas semanas, pese a la desinformación que envuelve el conflicto, que se denuncian hechos similares. Washington, primer actor y valedor de la Alianza del Norte, debe esclarecer urgentemente el papel de sus aliados y el suyo propio en lo sucedido. Están en juego principios fundamentales.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 30 de noviembre de 2001