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COLUMNA

Desfogarse

Aparece en televisión una mujer que dirige en Madrid un centro de acogida para mujeres maltratadas. Expone la realidad cotidiana de un lugar así, la vida diaria de miles de mujeres que tienen que esconderse bajo un techo sin dirección conocida para no ser descubiertas por los hombres que las persiguen con el ánimo de acabar con ellas, de aterrorizarlas, de apalearlas, de quemarlas, de violarlas, de secuestrar a sus hijos. Detrás de todo hay un odio masculino contra las mujeres que resulta incomprensible, un desprecio que alcanza a su integridad psíquica y mental cuyo origen no es fácil de estimar. ¿De dónde procede la violencia masculina?

Explica que también disponen, veinticuatro horas al día, de un teléfono al que las mujeres en peligro pueden llamar para pedir auxilio o ser asesoradas. Lo que están dispuestas a ver y a oír las encargadas de esos centros debe de espantar a cualquiera y seguro que la costumbre no cura de tanto espanto, pues esta persona cuenta, por ejemplo, el caso de una mujer que llama y relata el maltrato y las vejaciones de las que está siendo objeto por parte de su marido. Llama desde un pueblo y cuenta que todo empezó cuando a su marido se le murió la burra. Es interrogada al respecto por parte de la persona que la atiende al teléfono. "Es que en este pueblo todos los hombres tienen una burra con la que se desfogan; pero como a mi marido se le ha muerto la burra, se desfoga conmigo", responde la mujer.

Queda clara la brutalidad que quería resaltar la persona que aparecía en televisión. Pero hay que ir más allá para alcanzar a comprender dónde comienza tal brutalidad y por qué las cosas acaban como acaban. Es decir, creo que del relato de la mujer maltratada la palabra más importante fue "desfogarse". Lo que quiero decir es que, en última instancia, yo no distingo entre una mujer y una burra y que lo que mal empieza mal acaba. Ese tipo me pareció una mala bestia después de lo de su mujer, pero también antes, cuando lo de su burra. La violencia genera violencia y convive con ella, y por eso no es de extrañar que cuando le pegan dos tiros en la cabeza a un portero de discoteca, como ha sucedido esta semana en Madrid, sus vecinos comenten que lo único que oían en esa casa eran los aullidos del perro, a quien el que acabó con agujeros en la cabeza "había educado a base de palizas". Es a lo que iba: si maltratas a tu burra es probable que maltrates a tu mujer.

Pero lo más interesante, como decía, es la palabra "desfogarse". ¿Qué significa esa palabra? ¿Qué quería decir aquella pobre mujer cuando usaba una palabra cargada, al parecer, de claro contenido para ella? ¿Qué tienen que desfogar los hombres con su burra, con su perro, con su novia o con su mujer? ¿Es más masculina la violencia? Resulta que todo esto coincide con que regreso del País Vasco, al que una vez más volví a pesar de que la última vez que estuve me juré, como siempre, que era la última vez que iba. Y vuelvo con una rara teoría de género que me parece podría añadir alguna explicación a su conflicto, que yo entiendo por grave trastorno de personalidad. Y es que el País Vasco es radicalmente masculino: los hombres vascos son hombres y las mujeres vascas también son hombres; no me refiero sólo a las mujeres lesbianas, sino a todas las mujeres vascas, que son masculinas. El supuesto matriarcado vasco, con el que las mujeres y los hombres vascos defienden su falta de identidad femenina, no sería sino el colmo de su masculinidad: sólo ha podido arraigar el matriarcado en un territorio en el que las mujeres son hombres, por lo que en realidad el poder sigue siendo patriarcal. Las consecuencias de todo este lío son bien conocidas y la violencia en el País Vasco es una enfermedad que se respira. ¿Qué tiene que desfogar lo masculino vasco? ¿Qué tienen que desfogar los hombres?

Yo no distingo entre una burra y una mujer porque el dolor se extiende de un cuerpo inocente a otro cuerpo inocente. Por eso considero que la liberación de la mujer va unida a la liberación de los animales, a la liberación de los homosexuales, a la liberación también de los hombres, de un sistema masculino cargado de esa violencia que tarde o temprano hay que desfogar.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 30 de noviembre de 2001