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La familia feliz

A finales de los años 60 no se era en verdad moderno si no se era antifamiliar. Ponerse del lado de la familia era no ya burgués sino retrógrado. Para abrir brecha en el porvenir del mundo era preciso romper con la barrera familiar, sus prejuicios y juicios, sus componentes e ingredientes. Ahora, sin embargo, como el retorno a las lentejas con chorizo y el velo en las bodas, ha regresado el amor por el hogar y en todas las encuestas occidentales la población general sitúa en cabeza de sus preferencias el entrañamiento doméstico. ¿Reacción contra el acoso exterior, la competencia y la rivalidad agotadoras? De una parte puede explicarse así pero, de otra, también la familia ha mejorado mucho.

Antes la familia era menos una ambientación funcional que una segunda escuela o incluso una iglesia. Ahora, rescatada de sus escombros, es un paraje y hasta un hotel con encanto. No es la enfermería ni el mortuorio ni el recinto sagrado que proponía a sus habitantes la idea de un final o una trascendencia. Es sencillamente un sitio donde reír o llorar al final del día, donde al término de una peripecia se recupera alguna referencia estable a despecho de lo demasiado circunstancial. No importa que los divorcios y las separaciones aumenten. Nada parece mejor inventado para desarrollar el amor y hasta para consumirlo que esa experiencia casera.

Ha habido tiempos que imperaba la mitificación familiar, años posteriores a la II Guerra Mundial donde tras las muchas muertes se consolidó la reunión supuestamente entrañable y se identificó la paz con ese cobijo arquitectónico y cordial preservado del bombardeo. Desde ese bastión el mundo parecía dividirse entre nosotros y los otros, entre la gente de la casa y la que llegaba de visita. Pero ahora esa trinchera que aportaba calor se ha coloreado más que recalentado con matrimonios mecano, parejas de hecho, cohabitantes portátiles, uniones homosexuales, conglomerados de ancianos.

Contra toda la mitología de la familia nuclear nunca la familia ha gozado como hoy de más capacidad para ser feliz. Frente a la rigidez jerárquica de antaño, la paternidad ha abierto una holgura y contra la severidad de los horarios el día se ha dilatado. Se dice que los chicos hablan menos con sus padres y los padres menos entre sí pero incluso así hay más diálogo cuando se quiere. O no lo hay, de acuerdo a la elección de cada uno.

Familia y libertad eran antagónicas. La familia abrazaba tanto como secuestraba, protegía en la medida en que aherrojaba, entregaba afecto en un intercambio donde no faltaba el chantaje físico, económico y moral. No puede creerse que esas condiciones han desaparecido del todo pero en la medida en que la relación amorosa se ha flexibilizado y relajado las contraprestaciones, el ámbito es más humano y placentero. De ahí que no se emancipen tanto los hijos y también que divorcios o separaciones fluyan más cuando es menester. Hoy la familia no pretende ser la célula social, el soporte de la organización social ni nada por el estilo. Se conforma con gestionar el espacio privado del encuentro individual y ofrecer una estancia para el amor. La antigua felicidad de la vida familiar es, por otro lado, una leyenda y basta seguir los testimonios de novelas, obras de teatro, biografías o diarios para darse cuenta de su interior oculto y feroz.

Probablemente no es un signo ajeno al anterior mal familiar el gran porcentaje de hogares ocupados ahora por una única persona. En conjunto todas ellas tienden a parecer fugitivas de una institución que se les ha revelado insoportable. Pero también, dentro de los hogares, los habitantes piden y obtienen ahora un entorno de independencia que convierte los dormitorios en posibles reservas y las zonas comunes en veloces áreas de paso. De paso y saludo tal como antes el barrio hacía las veces de vecindad y privacidad, de adentro o de afuera, de calle o domicilio, según las ganas de hablar o de callar.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 30 de noviembre de 2001