Una conspiración de meigas ha puesto al Superdepor entre comillas. Nadie acierta a explicar el maleficio: sin previo aviso, el uniforme blanquiazul ha encogido bajo la lluvia y las costuras del equipo han comenzado a aflojarse. Aquella máquina que tanto impresionaba por su coraza, su resoplido de locomotora y su exactitud ferroviaria chirría bajo el peso de la competición y un rojizo toque de óxido se extiende por la superficie de Riazor.
Por el momento, no hay razones que expliquen el colapso defensivo ni la repentina parálisis de talento de Djalminha y Tristán. Sabíamos que el primero mantenía con el balón la misma oscura relación de complicidad que el prestidigitador y el truco: lo manejaba con una naturalidad felina, como el gato juega con el ovillo, y luego lo mostraba y escondía en una precisa secuencia, como los grandes magos ejecutan su rutina. Si tal habilidad no era suficiente, se permitía invertir las leyes físicas. Cuando queríamos darnos cuenta, la pelota se había convertido en una pompa de jabón que dos segundos después su socio Diego Tristán se encargaba de reventar en algún apostadero del área. Sin embargo, esta vez Diego y Djalma se han desvanecido con ella. Qué misterio y qué fastidio.
Conviene insistir en que no hay por ahora explicaciones al extraño caso, pero sí hay un modo de entender el comportamiento de un equipo: considerarlo un organismo vivo. O, más propiamente, establecer que es un cuerpo, sensible a la luz, al sonido, a la gravedad, al calor o al magnetismo, cuya piel se altera al menor estímulo. Sometido a una contrariedad insignificante, puede cambiar de forma, de color y de comportamiento. Entonces se transforma en una especie de ameba. En un ser irreconocible.
A pesar de nuestros intentos de explorarlo hasta grados infinitesimales, el fútbol es, pues, un producto tan inestable como un estado de ánimo, y el equipo, cualquier equipo, una frágil estructura cuyas piezas se unen y separan por razones inaprensibles. Una mala noche, una mirada fea, un leve error de colocación o una jugada casual pueden determinar un conflicto. Y, manejado con torpeza, un conflicto puede transformarse en un cataclismo.
Aunque desconozcamos las verdaderas causas del desmayo, podemos estar seguros de que los chicos de Irureta son muchos y muy buenos, así que un suceso menor revertirá las cosas en cualquier momento: saltará una chispa, una corriente azulada recorrerá los circuitos del juego, se inflamará Djalmina, estallará Makaay y el estadio se volverá a incendiar.
Sepan los seguidores impacientes y los críticos oportunistas que no hay en nuestro mercado un valor más seguro que el Depor.
Está ausente, pero volverá.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 8 de diciembre de 2001