Lunes 3 de diciembre, 9.30 de la mañana. Entro en clase con un grupo de cuarto de ESO. Antes de empezar un alumno, integrado en un programa de Diversificación Curricular, levanta la mano: '¿Puedo hablar?'. 'Adelante', le dijo, pensando que hoy vamos a aprovechar al máximo los 60 minutos. El alumno se inclina sobre la mesa y me dice: 'Me cago en tus muertos. Hija de puta. Me cago en tu puta madre'.
Es lo más grave que me ha ocurrido en clase, aunque conozco casos peores, en 23 años trabajando en este oficio, que para mí es el mejor del mundo, pero que se está convirtiendo en una película del oeste, donde el 'pistolero' es el amo y al que trabaja se le extorsiona, se le insulta y se le humilla.
¿Sirve de algo que la Administración les dé oportunidades excepcionales a quienes no quieren aprovecharlas? ¿Es justo que casi todo el esfuerzo de los profesores sea para los alumnos que no quieren, de ninguna manera, integrarse en la tarea del trabajo y del estudio?
Desde la Administración se me dirá que existe un decreto de derechos y deberes de los alumnos y que, si el Consejo Escolar considera probado el hecho mencionado, el alumno podrá ser sancionado. Bueno, ¿y qué? Como mucho se le cambia de centro. Que lo aguanten otros. Pero, ¿con qué ánimo me presento mañana ante el resto de los alumnos? ¿Quién repara el enorme daño psíquico?
Señores de la Junta de Andalucía, escuchen a los que estamos todos los días con la tiza. Es cierto, y yo soy la primera que lo exijo, que todos los españoles, sin excepción, tienen derecho a la educación. Pero, también, todos los trabajadores tenemos derecho a un trabajo digno, y como funcionaria, a que mi patrón, la Junta, me defienda, articule los mecanismos para evitar conductas tan bochornosas y reconozca mi labor, más allá del puro reconocimiento económico que, por cierto, no es mucho.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 13 de diciembre de 2001