La exclusión social no es un problema de nuestra sociedad sino la consecuencia perversa de nuestra manera de entenderla y construirla. No es sólo un problema que afecte a un determinado número de población, sino que el origen del problema está en el conjunto de la sociedad y, de manera relevante, en quienes tienen la capacidad de administrar los recursos que generamos. Se diseñan planes de desarrollo económico, sociocultural, de viviendas, infraestructuras, etcétera, con el objetivo de alcanzar un grado de bienestar alto. Y cuando aquel se consigue, resulta habitual iniciar planes especiales de inserción, rentas mínimas, de empleo, de erradicación del chabolismo, como si de repente nos hubiéramos dado cuenta de que hemos dejado a una parte de nuestra sociedad fuera del bienestar general. Y empezamos a hablar de integrar lo que anteriormente hemos excluido. No debiera ser así, pero así es y ahora toca corregirlo.
Un ejemplo de ello es el caso de las empresas de inserción. En un momento en que el crecimiento económico y de empleo nos sitúa en uno de nuestros mejores niveles de los últimos años, percibimos que hay un porcentaje de población todavía importante que no va a disfrutar del pleno empleo porque su nivel de empleabilidad será fruto de la suma de problemáticas asociadas a la situación de desempleo. En otros, su situación será debida a la ausencia de oportunidades. En ambos, resulta determinante el tiempo de permanencia en tales circunstancias.
Las empresas de inserción son el resultado de una realidad ya existente antes de su regulación, y combinan la lógica empresarial con la intervención social. No surgen para atender demandas productivas no cubiertas por el mercado, sino para favorecer procesos de inserción social no satisfechos por los poderes públicos. Su rentabilidad, por tanto, no sólo hay que buscarla en lo económico sino también en lo social.
Su desarrollo viene a incidir directamente y de manera clara en el nivel de cohesión social y solidaridad de nuestra sociedad, sobre todo en el ámbito local. Y para ello, los promotores y gestores van a necesitar de mercados, infraestructuras y apoyos económicos y financieros para la puesta en marcha de tales iniciativas. Y es aquí donde debemos buscar la participación del mayor número de agentes sociales, económicos y públicos. La responsabilidad es de todos y el compromiso también debe serlo. Es el momento de diseñar e integrar políticas sociales progresistas e innovadoras que dejen atrás el concepto de caridad y asistencia y devuelvan el de justicia e igualdad.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 14 de diciembre de 2001