Un Arafat acosado por los israelíes y semiabandonado por los suyos se dirigió ayer al pueblo palestino, y de paso, a la comunidad internacional, en un desesperado intento de desbloquear la gravísima situación de crisis en la zona y de reforzar su tambaleante liderazgo al frente de la Autoridad Nacional Palestina (ANP). Arafat no dijo nada especialmente nuevo. Insistió en el alto el fuego del 26 de septiembre, que hace ya muchas semanas que se ha convertido en un absoluto sarcasmo por ambas partes. Pero Arafat, por mucho que se haya desacreditado en tantos lances, tiene razón en lo sustancial: nadie puede exigirle efectividad contra el terrorismo cuando se le tiene secuestrado en su despacho de Ramala, sitiado por tanques israelíes, y se socava la legitimidad de su autoridad declarándole 'fuera de juego'.
La respuesta israelí al discurso largamente esperado de Arafat ha sido inmediata: las palabras no bastan si no van acampañadas de actos. Esa desconfianza contamina desde la raíz las relaciones entre las dos partes en conflicto y anula cualquier intento de hacer callar las armas, incluso de reflexión. Si esto ya no es posible en el seno del Gobierno de Sharon, cabe preguntarse por qué sigue formando parte del mismo el laborista Simón Peres.
Pero, más alla del encastillamiento palestino-israelí, Washington estaría obligado a sacar la conclusión de que la solidaridad que ha recibido también de numerosos países árabes después del 11 de septiembre pasa por cierta reciprocidad en sus actitudes respecto a Oriente Próximo. El propio Arafat ha invocado los cambios que ha experimentado el mundo en la estela del 11-S para pedir a los suyos que cesen en sus ataques suicidas contra Israel.
Desde la calamitosa situación en la que se halla, de la que no es del todo inocente, Arafat intenta conseguir al menos que Washington le reconozca como interlocutor para acabar con una espiral de violencia que sólo favorece a quienes quieren liquidarlo a él y a todo un proceso de paz que comenzó en Madrid, siguió en Oslo e hizo abrigar al mundo esperanzas que hoy parecen tan lejanas. Arafat arriesga mucho, pero no tiene hoy, dada la situación, otro recurso para solicitar ayuda. La necesita. Si Sharon ha sabido imponer su lógica gracias al ritmo político que el 11 de septiembre dio al conflicto, Arafat necesita convencer a Washington, y también a sus aliados decepcionados en Europa, de que quiere buscar fórmulas para limitar daños y abrir esperanzas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 17 de diciembre de 2001