En la noche de anteayer, el flamenco y nueva canción catalana se apoderaron, por algo más de dos horas, del Teatro Real en un concierto extraordinario, parte del II Festival Milenio. Cristina Hoyos y Lluís Llach, en un singular mano a mano, ofertaron una novedosa fusión que se vio empañada por una deficiente amplificación del cante y el taconeo, poco transparente en el primero y excesivo en el segundo. La fiebre tecnológica también atacó indirectamente a Llach, que tocó no en un respetable piano convencional, sino en un artilugio electrónico que simulaba un colín, pero que tenía un sonido desagradable y un tablero de luces como el salpicadero de un coche de lujo: muchas bombillitas y botones. Tampoco contribuyó el que todo se bailara en el proscenio, justo encima del público, lo que daba una sensación muy plana a las evoluciones de conjunto.
Cristina Hoyos y su grupo hicieron una primera parte demasiado larga, con bailes convencionales, rematados por unas graciosas bulerías de grupo. Fueron nueve artistas muy bien vestidos y conjuntados; luego vino lo mejor. Lluís Llach, pletórico de voz, en chándal y con zapatillas deportivas, hizo al comienzo de la segunda parte tres emocionadas canciones en solitario, de un lirismo sombrío, a la vez que potentes, hablando de amor, de ternura y de soledades. Cristina Hoyos se sumó a la escena y bailó, entre otras, Viaje a Ítaca. Ha sido un concierto bien presentado, con una idea a tener en cuenta de cómo la universalidad de ambos géneros amplía las posibilidades de fusionar el baile vernáculo con las nuevas músicas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 19 de diciembre de 2001