Los mitos dormitan en la bodega de nuestra memoria como polizones en un barco. Perviven en la sombra. Pero un día, cuando menos lo esperamos, despiertan de su letargo e irrumpen en nuestra vida de un modo casi ofensivo, con la frescura de un resucitado que toca a nuestra puerta. Me ocurrió hace unos días. La noche en que se falló en Torrevieja el ya famoso premio de novela de los 360.607 euros, ella acudió al encuentro con la provocación y la alevosía de quien emerge de una botella. Nos habíamos conocido a mitad de los setenta, cuando ella estrenaba sus piernas y sus gafas de secretaria apócrifa en aquel Un, dos, tres de los Supertacañones, alucinando a las familias del postfranquismo con una picardía de minifalda y una ingenuidad en blanco y negro de devastadoras consecuencias. La vi después, integrada en el trío Acuario, remando cadenciosamente con unas caderas de ensueño que me ataron un poco más a la vida. A comienzos de los ochenta, la transición me la trajo en póster desplegable de un Play Boy prestado donde descubrí la oculta soberbia de su cuerpo desnudo, el misterio de aquellos pechos modelados para la perdición, ofendiendo a la gravedad de aquel modo, o la revelación última y oscura de ese lugar prohibido para mis veinte años. Nada supe después de Beatriz Escudero hasta la noche de ese viernes de diciembre de 2001 en que la vi exultante y sublime, cincuentenaria e indomable en la discoteca Pachá de Torrevieja. Alguien le habló de mí, de esos mitos de antaño que aún rugen en uno, y me buscó entre el escándalo cibernético de luces de colores y música caribeña. Celebramos por unas horas la dicha de una cita jamás pactada bajo el objetivo de los paparazzi. Vaqueros ceñidos, terribles trasparencias y endiablados movimientos de una diosa negada por entero a la decrepitud que expande sinuosidades en mitad de la pista. Después: un adiós a las tres de la mañana, cuando los Supercicutas rompieron la magia con la cencerrada de una realidad de maquillaje y rimmel que no he podido borrar del cuello de mi camisa hasta esta misma tarde. Piensen lo que quieran. Los mitos son así y no hay por qué negarles su vuelta a la vida, su derecho a regresar.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 20 de diciembre de 2001