Afganistán es una mala guerra: periodistas enclaustrados en casuchas de la Alianza del Norte, en un hotel decrépito de Kabul, paseados por carreteras angostas y peligrosas en convoyes organizados por los muyahidin y los talibanes, y bombardeados a diario por un Pentágono que ha cumplido con su promesa de desinformar. Ni víctimas ni verdugos, ni siquiera nombres y apellidos, sólo una ringlera interminable de cifras sin confirmar y de siglas estrambóticas de armas modernas, efectivas e inteligentes.
Afganistán es una guerra inundada de decenas de platós de televisión, estrellas rutilantes de las pantallas globales, miles de periodistas, camarógrafos, fotógrafos, intérpretes y chóferes persiguiendo la estela de una primicia inexistente. Es una guerra de primera, que vende e inunda los prime time compitiendo con la programación más ligera.
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Afganistán resulta, además, una guerra moral, de bandos éticos -conmigo o contra mí-, invisible y demasiado lejana, igual que aquella del Golfo en los primeros años noventa, emitida en un falso directo controlado por el nihil obstat de la censura militar norteamericana o iraquí. Poco se ha avanzado.
En las guerras de segunda división, en las africanas por ejemplo, apenas si hay informadores sobre el terreno. Son guerras que se desarrollan lejos, en silencio, entre la apatía y la ignorancia del Primer Mundo. En ese tipo de conflictos de baja intensidad, el periodista puede cambiar de bando, ir de acá para allá, hablar con Gobiernos, guerreros, guerrilleros y civiles sin otro límite que su propia seguridad, y a veces se siente un privilegiado al narrar historias que sólo existen porque él estaba allí para descubrirlas. Son esas historias pequeñas que explican el motor de una guerra. Como en Bosnia.
En Afganistán abundan poco esas historias menores. Y, si se dan, no se encuentran a mano o no explican casi nada o están contaminadas por una música única de fondo en la que no parecen importar los porqués, y, si importan, jamás se formulan. No es patriótico. El periodista se halla atrapado en una maraña de mensajes cruzados, sumergido entre clichés publicitarios y convertido, además, en objetivo de robos y violencias, pues hasta las bandas armadas afganas han aprendido que es portador de miles de dólares y de tecnología.
Sin apenas comida, durmiendo a ras de suelo en un saco, sin agua potable, retrete o electricidad, el reportero se enfrenta a diario en Afganistán a unas penosas condiciones. Pero, de entre todas estas carencias, la más desesperante es la sensación de estafa y el vacío informativo de hechos veraces y contrastables, ese tipo de noticias que se pueden verificar saliendo a la calle y preguntando a los protagonistas. Ahora queda esperar que la posguerra sea otra cosa. Pero tengo una duda trivial: ¿nos interesará?
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 20 de diciembre de 2001