Romper las fronteras de la benevolencia. No sólo juntar toda la familia para cenar, congraciarse con el cuñado, olvidar el agravio económico o el egoísmo de la sobrina.
Está muy bien que nos animemos a acercarnos, a perdonar, a solidarizarnos con nuestros familiares y amigos. El espíritu navideño pide más.
Hay que romper las fronteras de la familia y extender esa benevolencia a muchos más, hasta que quepan los ilusionados de las pateras, los millones de afganos obligados por la guerra a morir de hambre, los 400 millones enfermos de malaria sin vacuna porque nuestras buenísimas empresas farmacéuticas no quieren hacerla, y los 2.000 millones de personas que malmueren con casi nada.
Por Navidad, por justicia y porque es necesario optar por la defensa de los intereses de los excluidos y empobrecidos, asumiendo que eso limitará nuestras pautas de consumo de sociedades ricas, ya que los problemas mundiales de pobreza y de deterioro medioambiental son los más importantes para la sociedad internacional y tan graves que provocan que el futuro global se encuentre severamente amenazado. Dejando por imposible a los despilfarrodependientes, que son muchos y más difíciles de curar y por supuesto mucho más peligrosos que los drogodependientes, para los demás serán fiestas felices si son solidarias.
Nos incitan a gastar mucho dinero en regalos, en acumular más avalorios inútiles. Frenemos a tiempo. La felicidad vendrá en tanto enviemos por ONG a los más pobres el dinero que le quitemos (50%) al despilfarro, y luego más.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 23 de diciembre de 2001