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Crítica:Entre los sabios y los digitales | LA MEJOR MÚSICA DE 2001

Momentos de intensidad espiritual

El año que termina ha traído para la música puntuales momentos exquisitos. En medio de un panorama discográfico abocado a la comercialidad es difícil, pero no imposible, encontrar joyas que van desde el renacer de viejas y sabias figuras de la música popular hasta las cada vez más universales fusiones de este tipo de expresiones con la electrónica.

Hay discos que desafían el paso del tiempo por su abrumadora belleza. Lo sabe muy bien Jordi Savall, un músico que no se conforma con la perfección técnica y explora las partituras con sabiduría, humildad y fantasía. En su versión de La ofrenda musical, testamento musical de Bach, el director catalán aprovecha la libertad instrumental que brindan los ricercares, sonatas, cánones, fugas y contrapuntos del más racional genio bachiano para mostrar la intensidad espiritual y la belleza estética que laten en la partitura. La imaginativa dirección y el virtuosismo de los solistas escogidos por Savall aseguran una excitante y reveladora experiencia musical.

Otro testamento, inesperado, es la última grabación operística del director italiano Giuseppe Sinopoli, fallecido el pasado 20 de abril a los 54 años tras sufrir un infarto mientras dirigía Aida en la Deutsche Oper de Berlín: su despedida lírica es una hermosa versión discográfica de Ariadne auf Naxos, de Richard Strauss, en la que seduce la belleza sonora y el virtuosismo de la Staatskapelle de Dresde y la sabia elección del reparto vocal. La imponente actuación del tenor Ben Heppner, la fascinante coloratura de la soprano Natalie Dessay, la sensibilidad de la mezzosoprano Anne Sofie von Otter y la generosa entrega de la soprano Deborah Voigh aseguran a la versión un lugar de honor en la moderna discografía de la obra.

El tercero de los más emocionantes discos del año es la apabullante lección pianística de Daniel Barenboim en su luminosa, expresiva y evocadora versión de los dos primeros cuadernos de la Suite Iberia, de Albéniz. El pianista argentino-israelí ha tardado años en lanzarse a la genial partitura, pero la espera se ha visto recompensada con una interpretación fresca, poderosa y comunicativa que engancha al oyente por su señorial fraseo, su magia tímbrica y su arrebatador sentido del ritmo.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 29 de diciembre de 2001