Tierra Santa (?!). Diciembre de 2001 después de Cristo. Año 1379 de la Hégira. Año cuatro mil y pico del calendario hebreo.
En Belén ya no quedan portales; el último, con una familia al completo en su interior, lo destruyó un misil israelí que cruzó el límpido y azulado cielo cual estrella fugaz en la noche. Un colono judío abrazando a su pequeño con un brazo y con un arma en el otro, lo observó, con mirada fervorosa, desde una colina. 'En el nombre de Jehová', musitó.
De Oriente ya no vienen reyes con regalos. Avanzan ahora cientos de militantes de Hamás henchidos de fe y ardor guerrero, acarreando fusiles, morteros y explosivos y regando con sangre las pedregosas tierras de Galilea. Un anciano creyente de túnica raída y sandalias polvorientas los observa y, con la mirada iracunda, exclama: 'Allah akbar!' (¡Dios es grande!).
En la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén el nuncio del Vaticano, orondo el cuerpo, rosada la cara, la mirada torva, reza y bendice a las tropas de paz de la OTAN en su enésima batalla contra el 'mal' y por la justicia infinita. 'God save America' (Dios salve a América; la del Norte, claro), declama piadosamente. Una joven, al pie de una hermosa talla de Jesús y acariciando con la yema de los dedos las cuentas de un rosario, murmura con devoción: 'Bendito sea Dios'.
En fin, como decía un escéptico filósofo de cuyo nombre no logro acordarme, si Dios existe nunca está donde se le necesita. ¿Y acaso se le necesita?, se cuestiona este agnóstico e inquieto narrador.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 3 de enero de 2002