El pasado año 2001 estuve casi cuatro meses en Argentina investigando parte de su realidad social para mi futura tesis doctoral. Apenas recién llegado a la capital federal -ciudad en la que la miseria se asoma a las ventanas y camina por las aceras-, aprehendí casi instantáneamente la esencia de ese concepto que últimamente a tantos eruditos está haciendo famosos: la globalización consiste en viajar de Madrid a Buenos Aires (12.000 kilómetros de avión) y poder desayunar en un shoping, comer en un Mc Donald's, cenar en un chino y llamar por teléfono desde una cabina de Telefónica; eso sí, pagando todo ello en dólares, mientras las mujeres se venden en las calles, los niños se comen su hambre y los hombres se beben el fútbol. Concluí que aquel bello país (al cual mis antepasados gallegos habían emigrado a comienzos del siglo XX para instalar fábricas de conservas en Tierra de Fuego) debería de ser declarado oficialmente el primer Estado ateo del mundo, pues no hay divinidad, cristiana o no, que pueda vivir allá: créanme si les digo que el nivel de vida era casi el doble del de Madrid y el salario medio menos de la mitad. Por eso, para poder sobrevivir, muchos trabajadores se ven obligados a hacer como el dependiente de un concurrido establecimiento internacional de hamburguesas de la calle Callao (cuya foto saqué yo mismo): pluriemplearse en el mismo empleo para no perderlo. Entre hamburguesa y hamburguesa servida arreglaba con martillo y cincel las baldosas sueltas de la acera. Ahora, después de tanto disturbio, quizás no quede ni una.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 12 de enero de 2002