La tensión era tangible en los banquillos del Madrigal. Del resultado podía depender el futuro de los entrenadores. Atenazados unos por la racha negativa de resultados que le han llevado a coquetear con el descenso y los otros porque no dejan el farolillo, Villarreal y Rayo depararon un encuentro trabado, sin brillo, propio de equipos que se manejan con la soga al cuello.
La circunstancia no sorprende en la entidad madrileña, habituada a caminar por las brasas. Su escasa masa social le obliga año tras año a hacer malabarismos con su exiguo presupuesto de andar por casa.
Al tranquilo Gregorio Manzano se le contrató para sofocar el motín del vestuario de Vallecas que le costó el cargo a su antecesor, Goicoechea. Y, de paso, enderezar el rumbo de una nave a la deriva. El psicólogo Manzano consiguió apaciguar los ánimos entre bastidores pero no levantar el vuelo del Rayo.
Más ilógica parece la situación que atraviesa el Villarreal ateniéndose a la nómina de jugadores que posee. Un equipo cada vez menos humilde y con aires de grandeza agarrotado por la realidad de los resultados. De los halagos por el fútbol barroco, a los palos por el poco pragmatismo. Lo cierto es que la decadencia del Villarreal tiene diversas causas. La falta de pegada y la baja forma de sus actores principales, como Unai, Víctor o Jorge López. Muñoz ha dejado de lado el romanticismo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 13 de enero de 2002