El pasado jueves A. R. Almodóvar ponía en duda la legitimidad del gobierno del PP para reivindicar a Luis Cernuda a los cien años de su nacimiento. Dos días después Luis García Montero sostenía en esta misma columna que un Ministerio de Educación y Cultura dirigido por el Partido Popular tiene no sólo el derecho, sino también la obligación de valorar el patrimonio cultural del Estado, al que pertenece Cernuda y otros muchos escritores alejados ideológicamente del partido gobernante. Ambos, sin embargo, coincidían en lo fundamental: nadie tiene derecho a manipular la vida de un escritor, ni a jugar con las luces del salón para que las incómodas ideas del homenajeado parezcan afines a los puntos de vista de quien lo celebra.
Como nadie puede defender lo contrario, todos estamos expectantes ante el desafío retórico que tiene ante sí el gabinete de prensa o quien diablos elabore los discursos culturales del presidente. Los profesores de escritura creativa deberían hacerse con estas piezas de oratoria para explicarles a sus alumnos cómo es posible ensalzar a un hombre situado estética e ideológicamente en los antípodas de quien elogia. La estrategia más conocida y eficaz consiste en eludir el perfil político y social del sujeto elogiado, en este caso Cernuda. Se trata de dividir en dos vertientes lo que en cualquiera de nosotros resulta muy difícil de desentrañar: la dimensión social y la dimensión estética de nuestras ideas. ¿Es posible trazar una nítida frontera en el lugar donde terminan nuestras ideas sobre el mundo y comienzan nuestras ideas sobre la literatura, o más bien se trata de asuntos muy relacionados?
No ha faltado nunca quien haya pensado que es posible distinguir entre la vida y la obra. Yo mismo en una existencia anterior acudí a las socorridas biografías de Ezra Pound y Heidegger para demostrar que uno podía profesar una ideología repugnante sin dejar de ser un poeta refinado o un filósofo inteligente. Pensaba, como muchos de mis compañeros de entonces y algunos de mis profesores, que la biografía de un autor no afecta al significado de su obra. No importa, pensaba, quién emite el mensaje; éste siempre tiene una existencia autónoma. Hoy creo que esto no es verdad, y que el emisor condiciona el significado de lo que se dice. No es lo mismo que quien me invita ('ven, hijo') sea mi madre o una de las desdichadas mujeres que esperan a sus clientes en los barrios periféricos.
Las mismas huestes que niegan a las parejas homosexuales los derechos que reconocen a los matrimonios católicos; el mismo señor que todos los años inaugura el curso político rodeado de clérigos con una comida en no sé qué monasterio de la estepa castellana, y los mismos diputados que no quisieron condenar hace unos meses el golpe de estado de 1936 tienen ahora la difícil tarea de homenajear a un hombre que, como recordaba García Montero, reivindicó su homosexualidad, atacó los valores de la familia tradicional, militó en el comunismo y huyó de la España que construían los padres y los abuelos de Aznar y compañía. La poesía de Cernuda no se entiende al margen de esas circunstancias. No sé si ellos lo reconocerán.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 15 de enero de 2002