¿Cómo es posible que en el dulzón y hueco melodrama cósmico de X-Pax gente adornada con las excepcionales calidades interpretativas de Jeff Bridges y Kevin Spacey, que son de esa casta que se come cruda a las cámaras que se les ponen delante, haga el canelo de manera tan asombrosa que les reduzca a un par de perplejos aprendices a dos velas? La elocuencia del director debe ser tan disuasoria que su locuaz nada que decir se ha convertido en la penosa falta de expresividad de que hacen gala aquí dos gigantes de la pantalla reducidos a enanos.
Es invasor el tono tristón, en el borde de lo cursi, de esta aparatosa y empalagosa metáfora de la vida extraterrestre de este mundo, cuyo juego a la ambivalencia es tan tosco y visible que roza el descaro o la mentecatez. Y, obviamente, la cosa tiene por fuerza angelicales poderes somníferos. Y duerme, aunque haya momentos en los que algunas chispas de inteligencia cinematográfica salten de conversaciones cara a cara entre Spacey y Bridges, que redimen así en parte la falta de sustancia del despropósito.
X-PAX
Director: Ian Softley. Guión: Gene Brewer, basado en una novela de Chearless Leavitt. Intérpretes: Kevin Spacey, Jeff Bridges, Mary McCormack. Producción: Estados Unidos-Alemania, 2001. Duración: 120 minutos.
Pero no es ésta la norma. La norma es en X-Pax una lluvia de vaciedades, de azúcares y de chalaneos con trolas metafísicas, a ver si alguna cuela. No se entiende que Spacey y Bridges se enrolen en la cosecha de algodones de esta nadería atiborrada de sentimentalidad tan pasada de rosca y de alcances tan cortos que ni siquiera su parte cruda, que es la reducción final a hombre del arcángel marciano que súbitamente llega a las aceras de Nueva York procedente de las estrellas, ofrece credibilidad, es también puro vacío.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 18 de enero de 2002