He visto comenzar y terminar vidas completas, como las de los personajes. He visto a Cela apuntar tímidamente en folletín de revista Pabellón de reposo, y unos cuentecillos provincianos y sentimentales, Esas nubes que pasan; he visto a Marsillach atrevido pero nervioso arrancar en el teatro María Guerrero, y ayer estuve en su capilla ardiente. Alguien me dice: 'Se te va tu época'; pero no es verdad, porque mi época es ésta.
La época es el día en que se está, la forma en que se interviene, donde coloca uno su polvoriento ladrillo rojo. He visto épocas históricas, pero eso es otra cosa. Una república completa, una guerra civil desde sus disparos de pistoleros y sus discursos de diputados facciosos atacándola hasta su final; una dictadura larguísima. Pero no tengo sensación de superviviente. Debe ser una extraña cualidad, o un ridículo defecto. La sensación es la de que todo sobrevive hoy de alguna de las maneras posibles; algo de lo que hizo uno en un libro, otro en un teatro; algo del comunismo y algo del nazismo; el espíritu de la guerra civil, el de la guerra mundial.
Lo bueno y lo malo. Hay actitudes modernísimas que no hacen más que repetirse. Los aspavientos ante las antenas de los móviles fueron antes los que se hicieron con los ferrocarriles, la impregnación de pensamiento dirigido que pueda hacer la televisión no es distinta de la de la orden de predicadores, y a veces se comprende un franco deseo en las momias egipcias o en las dinastías aún reinantes: que lo que fue no deje de ser nunca. 'Como era en un principio', reza la gente, porque la enseñan así: que nada sea distinto.
'Aquí empezó todo', pensé ayer al pasar frente al café Gijón. Tampoco es verdad. Había empezado antes en la Granja del Henar, con Azaña y Valle, o antes en el Pombo con Ramón; había empezado en La Fontana de Oro, con Larra, o en los peripatéticos que paseaban por Atenas. Ni empieza ni termina. Todo se hereda a sí mismo.
Por eso me encuentro aquí como en mi época. Es ésta, con lo que llevo encima: con las soledades de las vidas completas, y hasta de las que se fueron sin terminar de hacer, lo cual es un espejismo porque al final se cierra el libro y no queda más que el pie de imprenta. Y si acaso un remate, un cul-de-lampe, como decían los tipógrafos en la época en que la cultura era francesa. Y también era mi época, mis tiempos; como éstos en los que la cultura llega de Guantánamo, que continúa aquella en la que los romanos ataban a los prisioneros al carro del vencedor.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 23 de enero de 2002