No defraudó Rosa María Sardá en su esperada reaparición como anfitriona de la ceremonia de los Goya. Si acaso, en su bien medida actuación faltó un solo gag: preguntarle bien alto y en directo a la ministra de Cultura, para que se enterara toda España, quién demonios la viste, y si con su modelo color verde mucosa iba incluida la mueca avinagrada que mantuvo en el transcurso de la ceremonia. Claro que no era para menos. Predominó el rojo, y no sólo en los atavíos.
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Dada la imposición del mencionado color en el atuendo de quienes subieron al escenario, resultaba fácil, desde el principio, aventurar quiénes subirían a repartir goyas. Bastaba con echar una ojeada a la platea. Lo que no estuvo claro, hasta el final, fue qué película, de entre las cuatro más nominadas, acabaría llevándose mayor número de estatuillas. Ni cuál de las dos tendencias imperantes acabaría imponiéndose: si vencería la línea integradora e internacionalista, representada por Los otros, o el neopatriotismo de tufo a lo de siempre defendido por Juana la Loca y por la actitud de su despechado director. Como ustedes saben, se impuso lo primero. Lo cual quiere decir que aún no nos hemos vuelto locos del todo.
Pero no fue sólo eso. De hecho, a más de uno se le pudo poner verde algo más que la indumentaria al asistir a lo que fue una muy europea ceremonia de línea progresista-trasnochada, que diría alguno de los que ocuparon el mismo Palacio de Congresos en el fin de semana de la Operación Triunfo Bis (magnífica la frase de Sardá, refiriéndose al evento: "Ya no tenemos edad para creer en fantasmas").
Progresismo evidente tanto en el rojerío de los vestidos como en la insistencia de la anfitriona y sus invitados en proclamar las ideas, las tendencias, la inevitable aunque a veces olvidada asociación del cine con la mejor parte de la vida, la que no pasa ni de Afganistán ni de Guantánamo ni de Palestina ni de pateras ni de mujeres maltratadas.Y si hubo intervenciones memorables, como la división de Santiago Segura en Torrente y Torrente 2 por arte de magia, hubo también parlamentos que no por simpáticos dejaron de ser hondos: la poesía de Sardá que, titulada La magia del cine, habló de la excelencia de los efectos especiales por encima de los efectos colaterales; las coletillas de Alberto San Juan respecto al viejo continente.
Y una aparición emocionante: la de Abdel, uno de los personajes reales de En construcción, que aprovechó la oportunidad para mencionar al pueblo palestino y la feroz aniquilación a que está siendo sometido. Francamente, queridos. Ni Susan Sarandon lo hubiera podido mejorar.
Tan rojo como los suntuosos tejidos que medio cubrían a nuestras actrices, un Goya de Honor que nos honra a todos: Juan Antonio Bardem, que hizo la pregunta de la noche ("¿Hay algún productor en la sala?"), recordándonos que a menudo el reconocimiento y el desempleo no son incompatibles en una profesión y entre una gente que, dijo, es de lo mejor. "There's no people like show people", dijo. Pues lo rojo no quita lo glamouroso.
La Sardá ha conseguido cuajar un personaje que debería valerle, algún día, el Goya a la mejor presentación. Se hace mayor y quisquillosa delante de nosotros, y tiene arranques absolutamente geniales, como cuando se larga, refunfuñando contra los camellos (es de esperar que de los del desierto), de quienes afirma tener amargas experiencias.
De modo que la noche fue integradora. Hubo catalanes por un tubo (qué justo el premio a Eduard Fernández), algún que otro vasco, argentinos a tutiplén y, oh cielos, un moro. Como en la vida misma. Todos los argentinos, incluso los presentadores, como Juan Diego Botto, dirigieron su pensamiento a su tierra, y nosotros, los espectadores españoles que tanto hemos disfrutado este año con su cine, pudimos pensar también en el país hermano, y en las crueles circunstancias que atraviesa.
Se premió, y mucho, a una película hablada en inglés, se premió demasiado a otra que, verdaderamente, me tiene fatigada de tanta locura de amor, y hubo un galardón, que fue mi preferido, para la mencionada En construcción. La propia presentadora se ganó el suyo, lo cual nos dejará tranquilos hasta el año que viene. Lástima que no tuvimos en cuenta a Nicole Kidman, pero quizá era pedir demasiado: con lo que tiene ya, la chica.
Hay que decir que, dentro de lo larga que siempre resulta, la ceremonia resultó más corta que nunca. Hacía tiempo que el rojo no lucía tanto y tan bien en un escenario.
Y, menos aún, en ese Palacio de Congresos, tan dado a ponerse verde mucosa, últimamente.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 3 de febrero de 2002