El intrincado Salvoconducto de Bertrand Tavernier llegó ayer escoltado por los ecos del rechazo crítico de influyentes medios parisienses a esta visión del mundo del cine durante la ocupación y la resistencia francesa al nazismo. Hay pasajes magistrales junto a pasajes acartonados en este filme desequilibrado. Y falta de equilibrio tiene también el buen thriller antirracista de Marc Forster Monster's ball.
Está lejos Salvoconducto de ser la mejor película de Tavernier, aunque sí la más ambiciosa. Pretende hacer -y a ratos, sólo a ratos, lo consigue plenamente; el resto son inteligentes aproximaciones- una incursión al fondo del mundo de cartón piedra de la producción de películas francesas durante la ocupación nazi en la II Guerra Mundial. Hay altos vuelos en el despliegue formal de esa idea sobre la pantalla, aunque quedan adheridos a ésta algunos restos de aquel viejo cartón piedra.
Hay, por ejemplo, acartonamiento en la iconografía de los rodajes de la época, dentro de los que se mueven sombras de seres reales manejadas por Tavernier como marionetas. Quiere el eminente cineasta dar vida a gente como Henri-Georges Clouzot, a Maurice Tourneur y Jean-Paul Le Chanois, tres directores cruciales de aquel abominable tiempo, y le salen seres de una pieza, lejanos e increíbles, sin otra existencia que la que obtienen en la memoria cómplice de los iniciados y los cinéfilos. Porque ningún ciudadano que no esté al tanto del cine francés verá en esos mascarones, de ostensible superficialidad, más que lo que parecen, sombras de sombras, gente cinematográficamente muda.
Deja de existir ese acartonamiento y entra en la pantalla aire libre a raudales cuando Tavernier se olvida de que está haciendo una película contra capillas cinéfilas que le son hostiles y a favor de otras amistosas; y recuerda que, de espaldas a cualquier espectador con gafas ideológicas, él es autor del impetuoso vendaval de vida de Hoy empieza todo, Capitán Conan, La vida y nada más y L627, impagables regalos suyos a los ojos de los hombres comunes.
La vida inunda las imágenes de Salvoconducto cuando los personajes de Jean Devaivre y Jean Aurenche (que también son remotas referencias cinéfilas pero elaboradas como genuinos seres de ficción, como cristalizaciones de la comedia -y a veces tragedia- humana en que se movieron y ahora nos mueven o conmueven) se salen del coro de reliquias históricas convocado por Tavernier y hacen sus películas dentro de la película, el primero con una sutil y divertidísima carambola de amantes, y el segundo con una vibrante, insólita y desternillante aventura o desventura de espionaje. Ambas llenan en hora y media, un tiempo de cine glorioso que hay que situar entre lo mejor que ha filmado Tavernier. Pero Salvoconducto dura dos horas y media largas, por lo que queda colgando de esta matemática casera, que suele ser infalible, más de una hora de cine ostensiblemente inferior, lo que fatalmente desequilibra el conjunto y lo convierte en un magnífico, a ratos insuperable, proyecto frustrado.
Muy distinto cine es el que lleva dentro Monster's ball, obra de gran interés realizada en EE UU por Marc Forster, un joven suizo nacido en Alemania en 1969, que en 1995 se dio a conocer en Sundance con The loungers y ahora reaparece con un arriesgadísimo juego, un thriller en la cuerda floja, un relato violentísimo, situado en el límite de lo insostenible, pero que de forma inverosímil se sostiene e incluso alcanza momentos de gran hondura y finura, entre ellos un imprevisible final consolador para el atroz embrollo en que nos meten hasta el cuello el magnífico Billy Bob Thornton, que borda su mejor creación, y la hermosa Halle Berry.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 9 de febrero de 2002