Johann Muehlegg era español el sábado, después de ganar su tercera medalla de oro, y lo sigue siendo hoy, tras haber sido desposeído de su tercer triunfo y expulsado de los Juegos Olímpicos de Salt Lake City. Lo es todo aquel que tenga la documentación correspondiente, sea o no famoso, cualquiera que sea su acento o los años de residencia. Por eso, el deporte español, que ha exhibido sus éxitos como propios, no puede desentenderse ahora del bochorno que acompaña a una descalificación por dopaje.
No se trata de que unos u otros, Federación, organismos diversos de promoción deportiva o patrocinadores tengan mayor o menor responsabilidad directa. Verosímilmente, ésta corresponde por entero al esquiador, porque se entrenaba por su cuenta y llevaba su propio equipo técnico. Por esa razón, las medallas nos habían caído del cielo y a él ha vuelto la última de ellas con igual celeridad. Pero el bochorno es de todos, máxime cuando los dos oros que ha logrado salvar de la quema parecen relacionados con la oportunidad en los controles. El análisis que ha desposeído a Muehlegg de su tercer oro, muy significativamente, se hizo por sorpresa.
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Pero lo más incomprensible es la indiferencia con que ese a quien llamaban Juanito, y que algunos se han apresurado a volver a llamar Johann, se ha tomado el asunto. Ha dicho que no le ha ido tan mal, puesto que vuelve con dos oros. Pero nadie puede volver satisfecho de una justa deportiva cuando se le ha echado ignominiosamente de la competición, aunque ello haya ocurrido el último día. Pero tanto o más lamentable que la aparente indiferencia del esquiador resulta el cierre de filas que proponen algunos en torno al pobre atleta acusado de hacer trampas. Éste es el momento de excusarse por la falta de controles propios, aplicar la suspensión impuesta por dos años y, si la edad se lo permite, apoyarle en el futuro bajo la garantía contrastada de que no vuelve a utilizar sustancias prohibidas para obtener ventajas.
Juanito llevaba un peculiar equipo de trabajo consigo: una curandera portuguesa, que le daba a beber sólo agua bendecida por sus manos, y su propio hermano, que le preparaba las comidas. Lástima que en un momento en que le debió fallar la fe, el esquiador le añadiera una porción de EPO al agua bendita. Mucho celebraríamos que el pertinente contranálisis obligara al COI a devolverle esa tercera medalla y tuviéramos que rectificar; pero en este momento sólo consta que Juanito nos ha jugado una mala pasada.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 26 de febrero de 2002